Marco Antonio Torres Mazón
Me gustan los días de lluvia. No esos en los que el agua cae de forma colérica, por supuesto. Sí esos en los que lo hace de forma mansa y uno puede mirar, entre el trance y la hipnosis, cómo la calle se llena de charcos y de viandantes con sus paraguas abiertos. Me gustan los días en los que la lluvia hace acto de presencia ya de madrugada y el rumor del aguacero nos pilla en la cama, embozados con la manta, imaginando en la oscuridad cómo era el mundo antes de que fuera nombrado por vez primera.
Me gustan los días de lluvia si estos llevan el nombre de “sábado” o “domingo” y uno se puede quedar en casa leyendo a Dostoyevski (“Los hermanos Karamazov”) o a Hermann Hesse (su correspondencia con Stefan Zweig, por ejemplo) o a Paul Valery (Ensayos literarios), o cuando uno puede poner Radio Clásica y están dando el programa de María del Ser (“El jardín de Voltaire”) o de Sergio Pagán (“Música antigua”) o cuando uno puede conectar el equipo de música y poner el disco de la Rolling Thunder Revue y Bob Dylan comienza a cantar “Sara” en el año 1975; o el disco, cuyo título no consigo recordar, en el que Tom Waits entona “On the nickel” con su voz de lija (sí, esa canción en la que se dice: “Estás durmiendo bajo la lluvia y siempre llegas tarde para la cena”). Y también, por supuesto, me gusta cuando cae la lluvia y puedo salir de casa, abrir el paraguas y pasear por las calles encharcadas, oliendo (aunque sea a través de la dichosa mascarilla) la humedad que asciende por todas partes. Días de lluvia en los que entras en una cafetería y miras, con las gafas todavía empañadas, dónde está el cubo donde depositar tu paraguas, mientras el aroma a café y dulces te aviva el hambre y la memoria.
Me gustan, en fin, los días de lluvia cuando puedo tomar notas apresuradas en un pequeño trozo de papel; notas con letra indescifrable y que, más tarde, servirán para escribir el artículo del semanario Vista Alegre o un pequeño poema que nadie leerá o un absurdo relato que morirá dentro de un archivador donde ya se acumulan las lápidas de otros relatos escritos en otras tardes donde también se escuchaba la lluvia caer al otro lado del cristal de la ventana. Recuperas el aliento después de leer esta última frase y piensas en la relación que tiene la lluvia con lo que teclean tus dedos y en tu estado de ánimo, entre la melancolía y la felicidad o, mejor dicho, una fusión que podría llamarse “felicidad melancólica”. Y comprendes que te gusta la lluvia porque no es abundante, porque se hace de rogar, como los buenos platos de comida o las buenas canciones o las buenas novelas; porque las cosas importantes no se dan con frecuencia; porque si lo hicieran todos los días terminaríamos por aborrecerlas por pura cotidianidad; porque en cada gota de lluvia, como decía Emerson de cada semilla, está el sabor y el aliento de todos los mares y océanos.