Marco Antonio Torres Mazón
Hay un tipo de persona, de amigo, que está siempre ahí cuando más lo necesitas; puedes estar meses o incluso años sin ver a esa persona, pero eso no impide que si levantas el teléfono (esta expresión ya completamente desfasada) ese amigo te conteste como si no hiciera más que cinco minutos que no os veis. Más o menos como cuando Fray Luis de León regresó a sus clases después de su paso por prisión con el famoso “decíamos ayer”. Son amigos cuya sola presencia, sin estridencias ni levantar en exceso la voz, nos hace sentir como en casa; como regresar a casa después de un largo y penoso viaje.
Todo lo que arriba he dicho sobre ciertos amigos también se puede decir, de la misma manera, de algunos libros. Libros que guardan pacientes su turno en la balda de la librería o la biblioteca; libros que cuando son abiertos por la página que sea son capaces de hablarnos directamente, como ese amigo cercano al que hace apenas una hora que hemos visto. Robert L. Stevenson, el autor de esa novela eternamente joven que es “La isla del tesoro”, siempre tenía cerca su ejemplar de la “Vida de Samuel Johnson” de James Boswell. Le gustaba abrirlo y leer al azar un pasaje; eso le reconciliaba con su lengua y con su historia y con lo más íntimo de su ser; ese libro le hacía compañía. Solo se puede hacer eso con unos pocos libros; con esos “pocos pero doctos” libros de los que nos hablaba Quevedo en su inmortal poema. Yo lo hago con la Biblia, cuya sabiduría es lo suficientemente fuerte y directa como para hacerme cambiar; con las “Geórgicas” de Virgilio, en cuyo paisaje me gusta habitar en sueños; con “Don Quijote de la Mancha”, de Cervantes, donde uno se reencuentra, abra el libro por donde lo abra, con todo lo que una vez fuimos y todo lo que alguna vez pudimos llegar a ser; con los “Ensayos” de Montaigne, donde se habla de las cosas más profundas con el lenguaje más llano que uno pueda imaginar; con los “Pensamientos” de Pascal, donde lo sapiencial se hace fragmentario; con las “Confesiones” de san Agustín, que inventó el diario íntimo donde se nos desvelan los misterios del alma humana y divina; con los “Campos de Castilla” de Antonio Machado, nuestro Virgilio hispano; con el “Diario Íntimo” de Unamuno, o con su “Cancionero” poético; o con un pequeño libro de artículos de Azorín…
Esto no es un canon, por supuesto, sino más bien un pequeño grupo de “amigos” a los que uno se acerca en busca de compañía, en las largas tardes de un domingo de invierno, cuando el frío traspasa el cristal de la ventana y se nos mete en el hondón del alma. Ahí es cuando necesitamos calentarnos con las palabras de esos viejos compañeros a los que acudimos siempre y que, abiertos por cualquier página, se nos muestran cercanos, comprensivos y sabios.