Recuerdo de una tarde en Notre Dame

No suelo comprar la revista National Geographic, pero esta semana pasé por la librería y la foto de su portada me llamó poderosamente la atención: una vista aérea de la catedral de Notre Dame, con las dos torres como dos gigantes de piedra que custodian la capital francesa, y quien sabe si algo más. En la foto aparecen también, recordándonos aquel funesto 15 de abril de 2019 en el que las llamas consumieron toda la cubierta y la aguja, los andamios que se están utilizando para su lenta pero segura reconstrucción.

 Yo una vez recé en Notre Dame. Sí, la visité como turista, por supuesto, y me hice todas las fotos que pude. Contemplé extasiado cómo la piedra es capaz de hablarnos al oído del alma; cómo el cristal multicolor consigue que se nos salten las lágrimas cuando la luz del atardecer se desliza suavemente (todo lo suavemente que atardece en París) y nos regala el milagro de una visión celestial; he paseado por sus alrededores, sintiendo en cada paso su presencia, notando que su mirada pétrea nos seguía por todo el barrio latino, hasta llegar al Sena, esa enorme lágrima derramada quién sabe si por alguien que añoraba tiempos mejores; recorrí todas sus capillas y alcé la mirada a un cielo de piedra construido mucho antes de que perdiéramos la inocencia. Sí, yo hice todo eso, pero una vez concluida mi visita busqué un lugar tranquilo, encendí una vela con una moneda que llevaba en el bolsillo, me arrodillé y cerré los ojos. Y recé. Recé en Notre Dame de París por todos aquellos que lo necesitaban. Y por mí. Claro que recé por mí, pues era uno de los que, quizá sin darme del todo cuenta, más lo necesitaba. Al salir de nuevo al bullicio de la vida parisina comprendí, quizá por vez primera en mi vida, aquellas palabras con las que Hilaire Belloc termina su ensayo Europa y la Fe: “Pero cuando sobreviene el derrumbe, llega el final. Y en ese enigma permanece la verdad histórica: el de que nuestra estructura europea, construida sobre los nobles cimientos de la antigüedad clásica, fue formada por medio, existe por, está en consonancia con y sólo perdurará en el molde de la Iglesia católica”. Y continué mi viaje.

 Habrían de pasar muchos años para que un día, un 15 de abril de 2019, las imágenes de televisión de las llamas devorando la catedral de Notre Dame volvieran a reavivar en mi memoria la lejana tarde en la que yo recé entre sus muros de piedra. Por eso hoy, cuando he ido a la librería para encargar un libro y he visto en la zona de revistas ese ejemplar del National Geographic con Notre Dame otra vez resurgiendo de sus cenizas, he sentido una secreta alegría, como quien se reencuentra con un viejo amigo, que decíamos la semana pasada. Sí, un amigo tan viejo como las viejas piedras de la catedral. Tan viejo como las viejas piedras de este viejo mundo.

            Marco Antonio Torres Mazón.