Marco Antonio Torres Mazón
A la memoria de mi tío y padrino Juan Manuel Martínez Ortega, Juanma.
Si trato de remontarme a mis más lejanos recuerdos siempre aparecen, entre la bruma del tiempo, tres rostros: mi abuelo Francisco, mi padre y mi tío y padrino Juan Manuel, Juanma. Mi abuelo repite la misma acción una y otra vez, supongo que es el único recuerdo real que soy capaz de rememorar: en la cocina de mi abuela Nati, él coge con un dedo un poco del chocolate que está tomando y, ante mi atenta y muda mirada, me mancha la nariz y sonríe (con esa sonrisa franca y serena de los hombres del mar). Yo era muy, muy pequeño. Mi padre es siempre una compañía que no me abandona ni siquiera después de haberse ido, tal es su presencia. Y luego está él, mi padrino, mi tío Juanma, con esa sonrisa que me ayudaba y me protegía y servía para unirnos a todos, como un fuerte pegamento o un hilo capaz de remendar las más largas heridas.
Los lazos que me unían a mi tío y padrino Juanma eran muchos y muy fuertes; él mismo se encargó, con su forma de ser, de que esos nudos no se rompiesen jamás. Mis mayores (mi madre, mis tías, mis hermanos) me contaban la historia de la boda de mis padrinos. Era yo muy, muy pequeño; apenas sabía chapurrear unas cuantas palabras, pero ya entre ellas estaba “aíno”, que quería decir, en mi idioma de media lengua, “padrino”. Pues bien, como digo se estaba celebrando la boda de mis padrinos y en medio de la ceremonia en la iglesia de la Inmaculada se escuchó una voz desesperada y al borde del llanto, una voz de niño, mi voz, gritar “aínoooo”, “aínoooo”. Puedo imaginar su sonrisa de satisfacción y orgullo al escuchar esa voz de su ahijado que, ni siquiera el día de su boda, quería separarse de él.
Sería imposible en estas palabras enmarcadas poder decir todo lo que mi tío y padrino Juanma supuso para mí (y para todos los que tuvimos la suerte de compartir nuestra vida con él). Era una de las personas más buenas que yo he conocido en mi vida. Pero no bueno en el sentido de darse importancia porque sabía que lo era. No, era bueno en el sentido más natural de la palabra: porque no sabía ser de otra manera. Los versos del “Retrato” que Antonio Machado pusiera al frente de sus “Campos de Castilla” vienen muy bien para definir a mi padrino: “y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, / soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Y el poema de Machado, como la vida misma, sigue. Y sigue hasta que en los versos finales se nos pide el billete para emprender el último viaje: “Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”. Buen viaje, padrino, y gracias por tanto. Hoy, como en el lejano ayer, vuelvo a ser ese pequeño que te reclama a gritos para poder estar contigo.