Caminantes

Marco Antonio Torres Mazón

Nunca he estado en el museo de Brooklyn, entre otras cosas porque nunca he viajado a Nueva York, pero si alguna vez tengo la oportunidad de hacerlo no dudaré ni un solo instante en atravesar sus puertas solo para poder ver una de sus obras: un pequeño grabado que lleva por título Night Shadows y cuyo autor es Edward Hopper. Lo que en esta obra podemos ver es la imagen de un hombre caminando en completa soledad, de noche, por las calles de una gran ciudad. El punto de vista, además, es muy cinematográfico, ya que se trata de uno de esos planos que en el séptimo arte necesitan ser realizados mediante una grúa. ¿Por qué me gusta tanto esta obra teniendo Hopper muchas otras más famosas y, lo que es más importante, más luminosas? Pues porque me recuerda, nos recuerda, ese caminar del hombre contemporáneo; ese caminar que parece no tener un rumbo fijo, que surge de no se sabe dónde para ir a no se sabe qué lugar; un andar que es solitario, que es errático, en el que el caminante parece tener los hombros vencidos por un peso invisible. Y las sombras, por supuesto; unas sombras que acechan pero no consiguen tocar a nuestro solitario caminante.
En el extraordinario ensayo de Fernando Báez Historia universal de la destrucción de los libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak se demuestra, con cientos de ejemplos, que no es un hecho casual ni fruto del pasado la quema de libros, la destrucción del legado impreso de nuestros antepasados. La noticia esta semana pasada de que en Canadá, ¡Oh, gran país civilizado!, se han destruido cientos, miles de libros de Tintín, Astérix y Lucky Luke por ser, supuestamente, racistas viene no solo a confirmar la predicción y el análisis de Báez sino, por desgracia, la lección que debimos aprender leyendo el 1984 de Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Vivimos ya instalados de forma plena en la distopía y ni siquiera nos hemos enterado. O no nos hemos querido enterar, que es peor todavía.
El hombre que camina en el grabado de Hopper sigue su lento e infinito transitar entre las sombras de una noche eterna que cubre de tinieblas el mundo. Al igual que los caminantes de Giacometti o que ese otro grabado de Ricardo Baroja en el que se ve a su hermano Pío caminar, medio encorvado y con su boina y su abrigo, por los descampados madrileños, esos caminantes somos todos nosotros. Las sombras se ciernen sobre nuestra figura como para querer engullirla y hacerla desaparecer. Deberíamos preguntarnos qué precio estamos dispuestos a pagar como sociedad por seguir caminando. A veces pienso, al ver noticias como las de Canadá, que no es que estén los bárbaros a punto de entrar en la ciudad, sino que los bárbaros estarán en las afueras, esperando tranquilamente a que seamos nosotros mismos los que les hagamos el trabajo. Ya entrarán cuando todo haya terminado; cuando bajo sus pies no quede ni el más mínimo rastro de lo que antaño iluminaba el mundo.