Marco Antonio Torres Mazón. La primera vez que sentí de cerca la presencia de la muerte o, mejor dicho, la primera vez que tuve conciencia de ella fue en mi infancia, cuando tenía unos 8 años. Dos cosas sucedieron con un breve intervalo de tiempo. Primero fue la muerte por leucemia de la hermana de una amiga del cole. Saber que una persona tan pequeña como yo podía ya morir supuso un duro golpe en mi interior y la extraña sensación de comenzar a ser vulnerable. Yo, hasta ese momento, me creía eterno. Lo siguiente que me sucedió fue la muerte de mi abuela Gertrudis. Ella, como era normal por esos años, vivía con nosotros. Me enseñó a rezar, por las noches antes de acostarme y al despertar por las mañanas. Escondía una tableta de chocolate “de la virgen” en el segundo cajón de su ropero, entre dos sábanas blancas como la aurora. Una madrugada me despertó un ruido de voces en el pasillo de casa. Unas luces encendidas en la habitación de mi abuela. La voz del médico que solía visitarnos. Yo me incorporé en la cama y, sin encender la luz, llamé a mi madre. Ella, desde el umbral de la puerta entreabierta, me dijo que “la abuela Gertrudis” había muerto. Me volví a acostar y lloré hasta quedar dormido. Los días y las semanas que siguieron a estas dos experiencias apenas pude conciliar el sueño. Cada vez que me acostaba para descansar me asaltaba el mismo pensamiento: tú puedes morir. La presencia de la muerte se instaló en mi mente y en mi alma de tal manera que me costó mucho asumir tal verdad. Nunca he dejado de recordar esos días. Pero, sobre todo, nunca he dejado de recordar a la hermana de mi amiga del cole ni, por supuesto, a mi abuela Gertrudis.
Todos llevamos muchos muertos encima. A medida que cumplimos años y nos hacemos mayores aumenta el peso sobre nuestros hombros. Por eso nos encorvamos. Vamos acumulando más seres queridos al otro lado de la puerta. Las visitas al cementerio se hacen más largas. Los recuerdos se pueblan con la presencia de todas esas personas que ya no están entre nosotros. Y, sin embargo, el mismo acto de recordar les devuelve la voz y la presencia. También desde pequeño me acostumbré a las visitas al cementerio. Allí mi madre, que se sabe todas las historias, nos contaba la vida y milagros de las fotos en blanco y negro de las lápidas. Conseguía hacerme interesante las vicisitudes de mis bisabuelos, mis tíos abuelos y demás parientes más o menos lejanos. Podía escuchar sus voces y sentir su presencia, sobre todo en estos días de finales de octubre y principios de noviembre. Sí, cuando todavía tenía sentido decir “tosantos” y no “jalowin”. Cuando había un secreto respeto por aquello que no terminábamos de entender. Cuando el lazo que nos unía con los que ya se habían ido se forjaba, eslabón a eslabón, con las palabras y las historias que nuestros padres nos contaban. Las mismas que hoy debemos contar a nuestros hijos.