Podría citar para iniciar este artículo a Tolstoi, a Vasili Grossman o a Svetlana Alexievich (cuyas “Voces de Chernóbil” releo estos días con el corazón de nuevo encogido); o incluso remontarme a la Illíada y a los textos bíblicos del Antiguo Testamento; o arrancar con la frase que Eric Hobsbawm recoge en su ya clásica “Historia del siglo XX”: “Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas antes de morir”, frase pronunciada por el ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, Edward Grey, la noche en que su país y Alemania entraron en guerra en 1914. Sí, cualquiera de esas maneras sería correcta para comenzar un artículo en el que se hablara del inicio de la guerra o, para ser más precisos, invasión y posterior guerra.
La imagen de Kiev amaneciendo con el sonido de las sirenas que avisan del inminente ataque ruso nos sitúa, de una manera casi proustiana, en el período anterior a 1989. Parece, o al menos me lo parece a mí, que hasta las imágenes son analógicas: colores apagados y luz granulada. Los edificios derruidos, los tanques y carros blindados en las calles, el control de los puntos estratégicos de la capital (puentes, carreteras,…), la población civil huyendo en masa o guareciéndose en los subterráneos del metro. Todo eso ya lo habíamos visto antes. Lo habíamos visto antes y creíamos que nunca más lo veríamos en suelo europeo y con una potencia nuclear jugando a la Guerra Fría. La Historia, esa que Fukuyama nos dijo que había terminado, se nos apareció de nuevo con el sonido del primer misil. El miedo, ese miedo infantil que nos mantiene vivos, volvió a latir en nuestro corazón. Es importante no tener dudas, en este caso concreto, de cuál es el lado correcto de la Historia: Ucrania. De un lado la libertad y la democracia; del otro la carcoma del totalitarismo y la pestilente fragancia de la Guerra Fría.
Europa y occidente se debaten entre lo que les gustaría hacer y lo que realmente pueden hacer. La aparición de un gigante al que creímos adormecido nos ha traído los peores recuerdos de un pasado que parecía enterrado bajo el peso de la Historia. Ahora es el momento en el que más se echa de menos a los grandes políticos, los hombres de estado y estadistas capaces de analizar y reaccionar con una comprensión de la realidad histórica completa. Vivir en estos tiempos líquidos es lo que tiene: nos toca representar un drama de Shakespeare con actores aficionados. De la capacidad que tengamos para resolver esta difícil situación va a depender el desarrollo de las siguientes décadas.
Entre 1915 y 1917, es decir, durante la Primera Guerra Mundia, el escritor Stefan Zweig escribió una obra dramática en nueve cuadros sobre el personaje bíblico Jeremías. Zweig, un pacifista convencido como Romain Rolland o Hermann Hesse, plasmó en esta maravillosa obra todo el sinsentido de la guerra. “Hay muchos campos que aún aguardan el arado, muchos bosques que esperan el hacha, y, sin embargo, de los arados se forjan espadas y las hachas se hunden en la carne y truncan la vida. No lo entiendo, no lo entiendo”. Así reflexiona un centinela en la noche de los tiempos en la obra de Zweig; así intentamos todos nosotros, tanto tiempo después, comprender lo que está sucediendo.
Marco Antonio Torres Mazón