Marco Antonio Torres Mazón
“Todos la tuvieron,
Ninguno la apreció,
A todos refrescó la dulce fuente.
¡Ay, cómo suena ahora la palabra paz!”.
(Hermann Hesse, 1914)
Otra semana de guerra; otro artículo sobre la paz. Comienza la extraña y angustiosa sensación de asimilar y hacer cotidianas palabras y expresiones como “corredor humanitario”, “víctimas civiles”, “alto el fuego”, “crímenes de guerra”, “nuclear”, “atómica”, etc. En el vocabulario la escalada corre paralela a la escalada en la vida real. Se sube el tono para reflejar la subida del tono entre los combatientes. La frontera, en la zona polaca, es un hervidero de personas huyendo del desastre, del miedo y de las bombas. Hace apenas diez días esas personas tenían una vida completamente normal, como tú y como yo; su casa, sus hijos, su trabajo, su tiempo libre, sus paseos por el parque o por la plaza o por el campo; sus domingos por la tarde llenos de melancolía. Hace apenas diez días, repito, esa era su vida.
Hace una semana comenzábamos el tiempo de Cuaresma. El Miércoles de Ceniza se nos decía, mientras se nos trazaba una cruz en la frente: “conviértete y cree en el Evangelio”. Se nos regala un tiempo de silencio y de retiro y de introspección para poder luego, en la Pascua que todo lo cambia, iluminar nuestras vidas y las de los que nos rodean. Que toda esta guerra esté sucediendo al tiempo que la Cuaresma es también un recordatorio de que “polvo eres y en polvo te convertirás”. Vivíamos felices y tranquilos, como si nada de lo que está sucediendo nos pudiera tocar a nosotros. Primero vino la Pandemia; ahora la guerra. La Historia vuelve a poner su reloj en marcha y nos mira altanera, sabedora de que ahora quien lleva las riendas es ella otra vez.
“Siempre, desde que conocemos los destinos humanos, ha existido la guerra, y no había motivos para creer que ahora estuviese abolida. Fue solo la costumbre de una larga paz la que nos lo hizo creer”. Estas palabras, me temo que incontestables, pertenecen al discurso de agradecimiento, en forma de carta, al gremio de libreros alemanes por la concesión del premio de la paz. Es el año 1955. Su autor: Hermann Hesse. Hesse estaba ya en la recta final de su vida (moriría en 1962), una vida en la que tuvo la desgracia de conocer (y sufrir) las dos guerras mundiales. Su carácter franciscano le hizo trabajar en silencio por la paz, colaborando con organizaciones de todo tipo para poder ayudar a los prisioneros de guerra y a los soldados que regresaban del frente. En una carta enviada a su amigo Stefan Zweig (fechada en 1915, es decir, en plena Primera Guerra Mundial), Hermann Hesse le dice, en un arrebato de sinceridad profunda: “¡Ojalá que vivamos la paz en algún momento antes de que sean mayores los destrozos!”. Observando las imágenes que día tras día nos llegan de Kiev y el resto de ciudades ucranianas, las palabras de Hesse resuenan como el eco de una voz que se abre paso a través del tiempo y de la Historia. Una voz que nos advierte, nos enseña y nos consuela.