Que esta guerra en Ucrania, que todavía continúa, es una guerra europea lo dice incluso el color de las imágenes. En las anteriores guerras desarrolladas en Oriente Medio teníamos el amarillo del desierto y el sol que lo inundaba todo; y el fuego de los pozos petrolíferos ardiendo. Ahora es un color como metálico, ceniciento, como de hormigón calcinado. Un color que nos dice claramente que estamos en territorio europeo. Las imágenes de Mariupol en ruinas traen a la memoria las de las ciudades bombardeadas en la Segunda Guerra Mundial. Los edificios apenas sostienen sus endebles esqueletos, cansados de soportar sobre sus estructuras el peso mortífero de las bombas.
Y, sin embargo, sigue avanzando la Cuaresma, también con su color de ceniza pero con un suave y persistente baño de color verde, como la esperanza que no nos abandona. Una esperanza que ya la primavera inminente se encarga de hacer renacer en nuestros corazones. Más que nunca necesitamos de todos sus signos y de todos sus colores y olores. Necesitamos ver cómo los campos vuelven a florecer y como los árboles, que ayer desnudos temblaban de frío, hoy se visten con sus mejores galas. Primavera del campo y primavera de la fe, de la vida más allá de la vida; de la oportunidad que se nos regala cada año para intentar ser un poco mejores. Ante tanta muerte y ante tanta tristeza que se nos instala en el alma, recordaba estos días uno de los más hermosos y hondos poemas de Unamuno, el que le dedicó al Cristo Yacente de Santa Clara, en Palencia, con esos versos que se clavan en la memoria como una corona de espinas: “De su boca entreabierta, / negra como el misterio indescifrable,/ fluye hacia la nada, / a la que nunca llega, / disolvimiento./ Porque este Cristo de mi tierra es tierra”. El poema sigue, largo como es, por versos que retumban en nuestro interior como gotas de agua que caen en una caverna silenciosa, donde ni nuestro propio respirar es capaz de romper la paz que allí reina. Un poema que viene muy bien releer en estos días de guerra y de Cuaresma. Como ese otro, también de Unamuno y también de una hondura sin igual, dedicado a un cementerio castellano, y que comienza así: “Corral de muertos, entre pobres tapias, / hechas también de barro, / pobre corral donde la hoz no siega, / sólo una cruz, en el desierto campo / señala tu destino”.
La Cuaresma y la primavera nos esperan con su promesa de que la muerte no es el final; que hay razones para albergar la esperanza de que la vida es más fuerte que la muerte y que en esa esperanza, en esa fe, en esa espera, se fundamenta lo más sagrado que el hombre puede atesorar en su corazón. Ninguna guerra tiene el poder de destruir esa fe y esa esperanza. Una fe y una esperanza que, como un fuego sagrado que jamás debe apagarse, tenemos que saber transmitir a los que vienen detrás de nosotros, tal y como se viene haciendo desde el albor de los tiempos. Sólo así perduraremos.
Marco Antonio Torres Mazón