Después de un mes de marzo y un inicio de abril en el que el mal tiempo y la lluvia nos han hecho tener la sensación de no vivir en el sur, sino en el frío norte, después, insisto, llegó la Pascua. La Pascua con la luz de sus largos días lamiendo ya las cercanas horas de la noche. La Pascua como una luz que ningún viento puede apagar y cuyo brillo va dibujando y dejando al descubierto las zonas más sombrías (esas de las que no queremos hablar por miedo a que nos delaten ante los demás y ante nosotros mismos) de nuestra alma.
Abril nos recuerda que puede ser el mes más cruel, como en el poema de T.S. Eliot (“La tierra baldía”): “Abril es el más cruel de los meses, pues engendra / lilas en el campo muerto, confunde / memoria y deseo, revive / yertas raíces con lluvia de primavera.” Eliot abandonó a Shakespeare para centrarse en Dante, el único poeta verdadero que podía sacarnos del Infierno y conducirnos, a través del Purgatorio, hasta el tan anhelado Paraíso (ese Paraíso que perdimos y cuya pérdida nos cantó el ciego Milton). Sí, Abril puede ser el mes más cruel, pero también es el mes de las horas nuevas que nos cantara Rilke en uno de mis poemas favoritos, titulado, precisamente, “Abril”: “De nuevo, el perfume del bosque. / Cerniéndose en lo alto las alondras / llevan el cielo que agobiaba nuestros hombros; / entre el ramaje aún se vislumbra el día, / pero, después de largas y lluviosas tardes, / con el oro del sol llegan las nuevas horas, / y ante ellas todas las ventanas / en los frentes lejanos huyen heridas, / tiernas, batiendo sus alas”. Pienso a menudo en esos versos de Rilke; del Rilke del “Libro de imágenes” y en esas “nuevas horas” en las que hemos puesto todas nuestras esperanzas. Sí, “después de largas y lluviosas tardes” por fin parece que brilla la luz intensa de la Pascua. Una Pascua que nos recuerda, con sus campos floridos y su explosión de vida por todas partes, que la muerte no es el último paso, el final del camino, la postrera llamarada. Todavía queda una eternidad a la vuelta de la esquina.
Cuando hace dos años vivíamos con temor el inicio de la Pandemia del Covid 19, apenas éramos capaces de vislumbrar la luz al final del túnel. Carecíamos de esperanza. Todo era muerte por doquier. No podíamos pensar en la rosa, sólo en sus espinas. Pero el tiempo pasa y el esfuerzo queda. Muchos no están hoy aquí para vivir esta Pascua con nosotros. Es justo, por tanto, que nuestro pensamiento esté con ellos y con sus familias en primer lugar. Esta Pascua que llega debe ser primero para ellos un don y un regalo. También para todos los que ahora sufren las consecuencias de una guerra que se encontraron en la puerta de sus casas de la noche a la mañana. Para ellos la luz y la esperanza de esta Pascua que hoy nos llega y por la cual no podemos más que dar las gracias.
Marco Antonio Torres Mazón