Escucho Radio Clásica a todas horas; normalmente mientras trabajo, o mientras leo en casa un libro o mientras voy en el coche a llevar a mi hija al colegio. Es la banda sonora que acompaña el pisar de mis días; la suela de mis horas. Por eso me entero de la muerte de Teresa Berganza justo al momento en el que se produce la noticia. Y por eso suena, nada más informar el locutor de que toda la programación de ese día estará supeditada a honrar la memoria de nuestra inmortal cantante, un trozo de “Carmen”, de Bizet. Vuela entonces mi memoria a una lejana tarde de verano. Aprieta el calor, ese calor soporífero de las siestas españolas y de la infancia. Tengo, por lo que puedo apreciar en mi rostro, unos nueve o diez años. Al fondo de un largo pasillo, tan largo como mi memoria es capaz de recordar, está la habitación de mis padres. Allí, con el transistor que le acompaña a todos lados, descansa mi padre. Yo estoy en la otra punta de la casa, en el comedor. Hago como que descanso, pero en realidad no me gusta dormir la siesta, como a casi ningún niño. Sin embargo, obediente, guardo silencio. El silencio y el descanso se trasladan a todas las estancias del hogar. Hay un poema de Eloy Sánchez Rosillo (que también recoge Miguel Ángel Hernández en su ensayo “El don de la siesta: Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo”), titulado precisamente “La siesta” y que recoge muy bien la sensación adormecida que se traslada de las personas a las cosas en esas horas centrales de la siesta, sobre todo en verano. Dice así el poeta murciano: “La siesta / pasa despacio. Están todas las cosas / ensimismadas, quietas, / a merced de este sol, de esta ardorosa / calma del mundo”. Sigue el poema, como sigue la vida y siguen mis recuerdos mientras suena Bizet y la Berganza nos engatusa con su voz de caramelo, dulce como la miel. Mi padre, como digo, descansa en la habitación justo al final del pasillo. Yo, en el comedor. Y de repente, sin esperarlo porque no son las horas acostumbradas, escucho su voz llamándome. “Marco, Marco, ven, anda…”. Ay, casi de verdad que estoy ahora escuchando realmente su voz. Y yo voy, claro, solícito y obediente, pues era un niño bueno en ese sentido. Cruzo, por lo tanto, el largo pasillo que me separa de él y de su voz. Llego al cuarto, donde mi padre está tumbado con su pequeño transistor, del que suena una música que, aunque no soy capaz de identificar en ese momento, sé que ya he escuchado otras veces. Y me gusta. Y él sabe que me gusta y por eso me ha llamado. “Es Carmen, cantada por la Berganza, ven, escucha”. Y sí, ahí está su voz que lo inunda todo: la habitación, la casa, la sonrisa de mi padre, las horas muertas de esa siesta lejana en mi recuerdo.
Dicen que ha muerto Teresa Berganza, pero eso no puede ser. Su voz continúa saliendo del transistor de mi padre y yo la sigo escuchando en la infancia de mi memoria.
Marco Antonio Torres Mazón