El siglo XX fue el siglo de la velocidad; lo que llevamos de siglo XXI solo se ha limitado a pisar más a fondo el acelerador. Fíjense, por ejemplo, en los movimientos literarios o de pensamiento a lo largo de la historia. La Ilustración ocupó la práctica totalidad del siglo XVIII. Solo en España, y solo en el siglo XX, ¿cuántas generaciones y movimientos literarios tenemos? Es angustioso ver cómo los autores de la Generación del 98 conviven con los del 14 y, en algunos casos, incluso con los del 27. Y todavía faltaba la Generación del 36, la del 50, etc. La velocidad con la que acontece todo nos impide pensar de forma clara. De hecho, nos impide pensar. El flujo de noticias a través de la red fluye al minuto, al segundo. Y con la misma rapidez se producen también los juicios, en muchos casos sumarísimos, con los que el personal aplaude o condena, en plaza pública, al triste protagonista de la noticia. El experto que ayer te hablaba de la erupción de un volcán hoy lo hace de la guerra en Ucrania; mañana, seguramente, te dará una lección magistral de la viruela del mono.
Ante semejante panorama, ¿qué nos queda? Lo primero: guardar silencio y sonreír. Después, cuando ya ha pasado el rubor de la vergüenza ajena (esa que ahora se llama “alipori”), coger un buen libro. Una forma infalible para saber si un libro es bueno de verdad consiste en abrirlo por cualquiera de sus páginas y comenzar a leer. Si lo que leemos nos gusta y nos emociona y nos dice algo (nos dice algo directamente a nosotros), entonces volvemos al principio y comenzamos a leer desde la primera página, título incluido. Les puedo asegurar que la táctica funciona siempre: tiene un cien por cien de efectividad.
Caminar es otra opción; andar un rato ahora que aún se puede. Dar un paseo y concentrarnos solamente en el siguiente paso; tratar de dejar la mente en blanco y disfrutar del paisaje, incluido, por supuesto, el paisaje interior, nuestra alma, el hondón en el que somos nosotros mismos. O escuchar música; pero no ponernos canciones salteadas o ir pasando de un tema a otro, no. Ponernos un disco entero, desde el principio hasta el final. Estar cincuenta minutos o una hora escuchando sin darle a ningún “botoncico”. Cerrar los ojos y escuchar la “Pastoral” de Beethoven o el “Dark Side of the Moon” de Pink Floyd. Y mirar, si acaso, cómo la vida transcurre plácida al otro lado de la ventana; cómo todos los movimientos parecen ralentizarse y acompasarse con las notas musicales; cómo lo que antes era velocidad y aceleración, ahora es mesura y lentitud.
La vida, literalmente, se nos escapa entre los dedos, como cuando tratamos en vano de mantenerlas llenas de agua al bañarnos. El tiempo busca las fisuras por donde colarse y trabajar en nosotros. La memoria se nos llena de recuerdos, como los estantes de una biblioteca que creciera desmesurada, sin control, infinita. Por eso, a veces, hay que darle al “Pausa” y mantener la imagen congelada unos segundos: los necesarios para darnos cuenta de que todavía estamos vivos.
Marco Antonio Torres Mazón