Entre las muchas frases dignas de ser subrayadas en la novela de Cormac Mccarthy “Meridiano de sangre”, hay una que utilizo con la misma frecuencia que un refrán: “Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella”. Es mucha la verdad que late en esas palabras. La promesa de lo que está por llegar siempre nos causa una felicidad mayor que lo que finalmente llega (que suele ser, en muchas ocasiones, decepcionante).
La frase de la extraordinaria novela de Mccarthy (una novela durísima, pero de un lirismo poético que arrebata desde sus primeras páginas) me viene a la cabeza cada vez que amanezco viernes. La promesa del inminente fin de semana nos templa el humor ya desde las primeras horas de la mañana. En el trabajo, todos sonreímos como si nos acabáramos de encontrar un billete de veinte euros en el suelo. Sí, el viernes, a pesar de ser un día laborable normal y corriente, se nos presenta como la puerta perfecta para adentrarnos en las horas ociosas del sábado. El domingo ya es otra cosa, con su melancolía y su poso de tristeza, puerta, sin duda, de un lunes gris y eterno. Pero el viernes, ay, el viernes es el mejor día de la semana. Ya cuando era niño y mis pies de dirigían al colegio en las frías mañanas de invierno, con la mochila a cuestas como un sherpa alpino, notaba si era viernes por la fuerza y seguridad y felicidad de mis pasos. Y cuando sonaba la sirena a las 5 y nuestros profesores nos daban la libertad condicional, salíamos corriendo, en estampida, con la fuerza que nos daba la prometida merienda de un bocadillo de Nocilla.
El viernes es una actitud y un estado de ánimo; tiene algo de felicidad infantil, como las burbujas del champan o la cara que ponemos cuando vemos un castillo de fuegos artificiales. Es el día en el que hacemos todo lo mismo que hacemos un lunes, un martes, un miércoles o un jueves, pero con la cara que tendremos el sábado. El viernes es servirte una copa de vino con la cena o quedarte un rato más viendo la tele. Es despertarte en medio de la noche porque has escuchado un ruido en la calle y pensar: “Anda, mañana es sábado” y darte la vuelta en la cama como el hombre más dichoso del mundo.
Al viernes no le importa cómo será finalmente el sábado, sino saberse el único camino por el que podemos llegar a él. Por eso deberíamos vivir con esa perpetua felicidad y alegría que tenemos los viernes. Pero la experiencia nos dice que eso es imposible: después del viernes llegará el sábado, sí, y después el domingo, con su tarde gris y su noche presurosa. Y después, inexorable, amanecerá de nuevo el lunes, con su café y sus tostadas y sus noticias en la radio. El mundo nos parecerá entonces un lugar más feo y nuestros pies pesarán como el plomo. Pero ya quedará menos para el siguiente viernes.
Marco Antonio Torres Mazón