Llega el calor y llega, por lo visto, para quedarse. Y el calor trae a mi memoria una serie de escenas y recuerdos inconexos pero de poderosa presencia. Me veo, por ejemplo, en una lejana noche de verano. Debo tener 15 o 16 años. Estoy en mi cuarto y tengo las ventanas abiertas. Del pequeño jardín llega la serenata apacible de los grillos y las chicharras. El bochorno es pegajoso. La diminuta lámpara de la mesita de noche enfoca el libro que tengo entre las manos y que leo con voracidad, con glotonería. Se trata de una edición de bolsillo de la novela de William Faulkner “El Villorrio”. Sigue el calor y sigue la retahíla de recuerdos, de vivencias. Días de san Antonio, de fiesta y celebración de una onomástica que todos los años me toca explicar a pesar, incluso, de que escribí en este mismo semanario un artículo donde daba toda clase de aclaraciones sobre el mismo. San Antonio, ay… Recuerdo lo que John Henry Newman escribió a propósito de la “mansa y cristiana forma que adoptó su exaltación”: “No era vulgar, bulliciosa, poco inteligente, inestable, desobediente; era calma y compuesta, varonil, intrépida, magnánima, llena de amorosa lealtad para con la Iglesia y la Verdad”. No hay nada más que añadir al respecto, Señoría.
Sí, días de san Antonio y de calor, de trabajo, tráfico y bochorno, pero también de relax y de disfrute de la vida. Días de contrastes, claro, como la vida misma. De alguna manera el verano para mí comienza con un santo, san Antonio, y termina, como no podía ser de otro modo, con otro santo, san Ramón. Y si los primeros calores me regalan el recuerdo de un libro, el mentado Villorrio de Faulkner, los últimos estertores de agosto suelo dedicarlos a la relectura del “Diario de un pintor”, de Ramón Gaya. Un libro que en cada lectura consigue convencerme de que se trata de uno de los títulos fundamentales del siglo XX español.
Calor y días para recordar los ayeres que ya no están con nosotros más que en nuestra memoria. Unos días del pasado que afloran en el inicio de cada verano con la persistencia del metrónomo y de la lluvia en abril. Los primeros baños en la playa o en el viejo canal, el sonido de la feria y el sabor del algodón de azúcar y de las manzanas caramelizadas; tirar con una escopeta trucada de perdigones y conseguir un oso de peluche o un par de botellas pequeñas de mistela; la horchata de almendras de mi madre mientras suena una habanera. Y luego mis recuerdos se ven enriquecidos con la presencia de A. y de E. Los paseos por la costa perdiendo gasas por encima de nuestras posibilidades y, de nuevo, como en un círculo que no tiene fin ni principio, los primeros baños, el sonido de la feria y el sabor del algodón de azúcar y las manzanas caramelizadas. Todo lo mismo y todo distinto. Los recuerdos…el calor…
Marco Antonio Torres Mazón