El pasado día de Pentecostés un grupo de hombres armados entró en una iglesia católica del norte de Nigeria y abrió fuego contra todos los presentes en la celebración de la Santa Misa. Murieron más de 50 personas. No fue una noticia con mucho recorrido más allá de algunos medios digitales. Imagino que hablar de martirio y persecución es algo que “algunos” no pueden digerir sin que les salga una úlcera en su pulcra conciencia de modélico ciudadano europeo. Al leer la noticia hice lo único que podía hacer: rezar. Rezar una oración y recordar un nombre: Jacques Hamel.
El 26 de julio de 2016 dos terroristas de Estado Islámico entraban en la iglesia de San Esteban de Saint-Étienne-du-Rowvray, en Rouen, Francia, donde celebraba en ese momento misa el padre Jacques Hamel, sacerdote de 85 años. Al grito de “Daesh”, el padre Hamel fue degollado en el altar. Recuerdo perfectamente lo mucho que me impresionó esta noticia, hasta el punto de que desde entonces he tenido al padre Jacques Hamel presente en todas mis oraciones, como alguien que puede interceder en muchas de las cosas que necesito. Dar la vida como un acto de amor a tu comunidad y hacerlo, además, cuando tienes 85 años. Había una lección en todo esto, por supuesto, pero también una advertencia. Tendríamos que remontarnos a febrero de 1945 para encontrar un caso de martirio en suelo europeo. Eso es algo que no debemos ni podemos olvidar.
Está claro, y eso es algo que he ido aprendiendo con la edad, ay, que a algunos les molesta mucho que se comenten estas cosas, pero uno también ha aprendido a no hacer mucho caso a los que quieren manipular la verdad hasta convertirla en un trapo sucio que ya no vale para nada. También les molesta que se hable de Óscar Romero o de los jesuitas de El Salvador. Para estos casos yo siempre recurro a Samuel Johnson. En uno de los artículos que escribió para The Rambler, Johnson se apoderó de la sabiduría bíblica para orientarnos cada vez que sintamos que la vida nos golpea con la fuerza del martillo y del yunque: “La principal defensa contra la estéril angustia de la impaciencia es la que nace de la contemplación frecuente de la sabiduría y bondad del dios de la naturaleza, que en sus manos tiene la vida y la muerte. Sólo si estamos firmemente convencidos de que todo conspira en favor nuestro y de que es posible convertir las desgracias en felicidad si sabemos acogerlas debidamente, seremos capaces de bendecir el nombre del Señor, sin importar si nos lo ha dado todo o nos lo quita”. Hay que ser muy sabio para escribir ese párrafo.
Cada una de las vidas que se apagaron el día de Pentecostés en esa iglesia de Nigeria es hoy una luz que ilumina nuestro camino. Un camino iluminado por tantas luces que uno tiene la tentación de pensar que es imposible sentirse perdido, aunque sea ya noche cerrada y estemos muy cansados.
Marco Antonio Torres Mazón