A raíz de la pandemia y del confinamiento nos acostumbramos (por necesidad y por supervivencia) a utilizar el balcón de casa como una parte fundamental de nuestras vidas. No es un gran balcón, ni mucho menos. De hecho, se podría decir sin miedo a exagerar que es un balcón casi diminuto, donde apenas tres sillas ya copan la mayor parte del espacio. Menos mal que tenemos una pequeña repisa de la ventana de la biblioteca que podemos utilizar para dejar cosas, la mayor parte del tiempo libros y alguna bebida. Sin embargo este pequeño espacio se ha convertido en nuestro jardín y nuestro porche, nuestro huerto volteriano donde nos cultivamos y donde dejamos que el tiempo y la conversación, el silencio y la música, sean nuestro equipaje para pasar los veranos. Cuando llega la hora del atardecer y la luz anaranjada comienza a lamer las fachadas de los edificios colindantes, cogemos nuestro libro y nuestra bebida refrescante y abrimos la puerta del balcón. Empiezan las horas del descanso, de contarnos cómo ha ido el día o guardar silencio y ver cómo, minuto a minuto, la noche cae sobre el mundo.
La idea de que “lo pequeño” contiene en su interior “lo grande” es una idea muy emersoniana. La utilizó en su feliz frase de que toda bellota contiene en su interior un bosque, y también en un bellísimo ensayo titulado “Libros” (publicado en ese libro sabiamente crepuscular que es “Sociedad y soledad”, 1870), donde nos dice: “En ocasiones visito la biblioteca de Cambridge, y rara vez soy capaz de ir sin renovar la convicción de que lo mejor que hay allí ya se encuentra entre las cuatro paredes de mi despacho”. Así es. Y cuando pienso en esta frase también acude a mi recuerdo la figura de Montaigne (que tanto gustaba a Emerson), con su torre circular repleta de libros y con sus vigas de madera llenas de inscripciones sacadas de los mejores autores latinos y de la Biblia. Sí, el despacho de Emerson, la torre de Montaigne y mi pequeño balcón: lugares donde uno se pierde para poder encontrarse, donde la luz del atardecer nos encuentra enfrascados en la lectura de un libro o en la conversación con los que más queremos. Lugares inmensos en su pequeñez, infinitos entre los límites de su diminuto espacio.
“En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba”. Así narra Borges el encuentro con el Aleph del protagonista de su relato homónimo. El Aleph: ese punto del universo que contiene todos los puntos en su interior. Algo así como la torre de Montaigne, como el despacho de Ralph Waldo Emerson (cuyas paredes llenas de libros contenían todos los títulos importantes, al igual que la biblioteca de Cambridge) o el balcón de mi casa cuando, al llegar el verano, salimos a ver atardecer con un libro y una copa de vino. ¿Qué más se puede pedir?
Marco Antonio Torres Mazón