Ritmo lento

Era cuestión de tiempo que los patinetes eléctricos se adueñaran de la ciudad y de todos los espacios públicos. No traten de convencerme de sus posibles beneficios, muchas gracias. La extraña e insufrible sensación de ir caminando por la acera y que, al volver la esquina, te aborde (atropelle, mejor dicho) uno de estos vehículos es sumamente desagradable. Han conseguido convertir una de las actividades más nobles y bellas que nos quedan, caminar, en un acto de resistencia y valentía.

            Leía estos días un bello libro de Julien Gracq titulado “Nudos de vida”. Es uno de esos libros que puedes abrir por cualquier página y encontrar en él literatura de muchos quilates. En la primera parte del libro, titulada precisamente “Caminos y calles”, hace Gracq un hermoso ejercicio de observación y descripción del entorno urbano y de los alrededores de las ciudades. Literatura construida a base de observación y silencio. Solo caminando, andando, desplazándose suavemente por la ciudad y por el campo, por la costa y por las montañas, podemos darnos cuenta del entorno en el que nos movemos. Andar es una de las mejores cosas que se pueden hacer, no solo para la salud del cuerpo, sino para la de la mente.

            Del gesto y del acto mismo de caminar han escrito algunos de mis autores favoritos, como Robert L. Stevenson o Henry D. Thoreau. De Stevenson y de su maravilloso libro “En los mares del Sur” habla Julien Gracq en otra de las partes de “Nudos de vida”. Stevenson lo escribió cuando ya la tuberculosis estaba acabando con su vida, y le salió uno de los más hermosos libros de viajes de todos los tiempos. En cuanto a Thoreau, el discípulo más díscolo y por eso el mejor de Emerson, solo podemos decir que toda su literatura es una clase magistral de observación del paisaje y del entorno, desde la orilla de un río en el maravilloso libro “Musketaquid” hasta la vida en una cabaña a orillas de un lago en “Walden”. Caminar, andar… gestos que se convierten en palabras y palabras que se transforman en libros que, a su vez, nos transforman a nosotros por dentro.

            Stevenson o Thoreau son solo dos ejemplos de escritores caminantes. Pessoa y su “Libro del desasosiego” tampoco se entendería sin el gesto supremo de atravesar Lisboa de norte a sur y de este a oeste, caminando por sus calles y parándose en sus cafés y librerías; observando la vida alrededor para poder entender y explicar la vida que de verdad importa, la vida interior. Y, mucho más atrás en el tiempo, no podemos olvidar la figura de Virgilio y sus “Geórgicas”, un canto a la vida en el campo y al ritmo lento de las estaciones. Ritmo lento, ahí está el sintagma que lo explica todo y que estoy tratando de desarrollar desde el principio de este artículo: la lentitud como anhelo y como meta y como fin supremo; ser un poco más lentos para poder ver mejor.

            Marco Antonio Torres Mazón