Dieta de actualidad

Durante las últimas semanas, casi diría que desde que comenzó el verano, he procurado hacer una especie de “dieta de actualidad”: he huido de todo lo que tuviera que ver con noticias, telediarios, periódicos. Llega un momento, al menos eso me sucede a mí, en el que se produce una saturación de “realidad” que hace que sea imposible deglutir tanta cantidad de información. Al principio cuesta un poco desengancharse de tanto ruido de fondo, pero una vez que has conseguido crear el silencio adecuado a tu alrededor, la sensación es de ingrávida felicidad. Dejar a un lado, durante un periodo de tiempo, a los opinadores y especialistas es una de las mejores cosas que uno puede hacer por su propia salud intelectual. Cuando todo el tiempo que antes ocupabas en ver telediarios y tertulias políticas lo comienzas a utilizar para leer algún libro, dar un paseo o ver una buena película, comienzas entonces a tener la sensación de que lo que realmente estabas haciendo antes era tirar a la basura una cantidad increíble de horas que, desgraciadamente, cuesta mucho recuperar; que, de hecho, no se recuperan jamás. Y entonces, cuando te das cuenta de que perfectamente puedes vivir sin estar “permanentemente” conectado a la realidad y, sobre todo, sin el filtro continuo de eso que llamamos “actualidad más inmediata”, entonces, repito, es cuando respiras hondo y te atreves a apartar la mirada del televisor para posarla en la ventana. O mejor todavía: te levantas del sillón y abres la ventana y tratas de buscar aunque sea un pequeño trozo de cielo, con sus nubes y su sol (como esos dibujos que hacíamos de pequeños, con la casita y la chimenea por la que salía el humo) o su noche estrellada, como un enorme árbol de Navidad (como en el cuento de Ray Bradbury), y piensas que no hay más realidad que ese trozo de cielo que ahora estás viendo y disfrutando. No te digo nada si eso lo aderezas con un paseo por la orilla del mar o con una excursión a alguna población vecina, dando una vuelta por su plaza y entrando un rato a su iglesia, donde el silencio es el sonido que más llena de los que uno pueda disfrutar en este mundo. O entrar en una librería, recorrer las estanterías pasando el dedo, suavemente, por el lomo de los libros, como quien acaricia a un perro noble que nos acompaña en una larga travesía (como en los maravillosos relatos del gran norte de Jack London, que llenaban las horas de mi infancia de una felicidad plena, limpia, sana) y escoger un par de lecturas. Salir de la librería y entrar en una cafetería, pedir un café y aprovechar esos minutos para hojear y ojear, más tranquilamente, los dos libros adquiridos. En todos esos pequeños gestos se encuentra la libertad anhelada: abrir una ventana, mirar el cielo, dar un paseo, entrar en una iglesia o en una librería, tomar un café. Y que la actualidad siga presurosa su camino.

Marco Antonio Torres Mazón