La muerte de la reina Isabel II de Inglaterra ha puesto de acuerdo a casi todos los comentaristas de televisión y escritores de periódicos: es un hecho que cierra definitivamente el siglo XX. Su presencia acompaña a todos los grandes acontecimientos de los últimos setenta años como la sombra alargada de un ciprés. Y, como toda sombra, parece que no ha hecho más que acompañar al gran cuerpo de la historia, cuando en realidad lo que toda sombra hace es dar humanidad a quien la porta: por eso los vampiros carecen de ella. Ese dar corporeidad a los acontecimientos es mucho más importante de lo que parece a primera vista. Ese no hacer nada, como el Bartelby del relato de Herman Melville, es tan difícil que ninguno de nosotros sería capaz de llevarlo a cabo. Tener todo el poder y no usarlo es el modo más grande de ostentar ese poder.
En el libro “84, Charing Cross Road”, acaso una de las historias epistolares más hermosas del pasado siglo XX, hay una carta de Helene Hannf (autora de la novela) dirigida a su librero de confianza, Frank Doel, y fechada el 3 de mayo de 1953, que termina con el siguiente párrafo: “Tengo el propósito de escurrirme de la cama antes de que amanezca el Día de la Coronación para seguir la ceremonia por la radio. Pensaré en todos vosotros. Enhorabuena a todos”. Son las palabras de una norteamericana a un grupo de amigos ingleses. “Enhorabuena a todos”. Habla, claro, de la Coronación de Isabel II. Y ese pasaje me hizo recordar también esa escena de la película (maravilloso western) de Clint Eastwood, “Sin perdón”, donde Bob, apodado “el inglés”, termina dando una clarividente charla sobre monarquía y república mientras demuestra, ante un público asombrado, su pericia con el colt.
Negar la importancia de la muerte de la reina Isabel II es absurdo. No se trata de un esnobismo realzar (si tal cosa es posible en una majestad) su figura, sino más bien una mera cuestión de justicia histórica o incluso, si lo prefieren, poética. Y poética es la enseñanza que toda muerte lleva en su interior: nadie es ajeno a ella. Tan poética que se ha terminado por convertir en un tropo, en un recurso literario desde la lejana Edad Media. Tengo ahora mismo en la mano la antología de poesía inglesa del Renacimiento que preparó en su momento Mariá Manent. En la desgastada página 109 hay un poema de James Shirley (1596-1666) que lleva por título “La igualadora muerte”. Sus primeros versos dicen así: “Las glorias de la sangre y de la alcurnia / son sombras, no substancias; / contra el Hado no existen armaduras; / toca, con mano helada, a los reyes la Muerte”. O recuerden también a nuestro gran Jorge Manrique y sus “Coplas”…
Apenas con las últimas salvas y los tristes acordes de Purcell ahogándose en el eco de la Historia, ya damos la bienvenida al nuevo rey, Carlos III. Y en este suceder, tan presto y veloz, también hay una profunda enseñanza. Mas nos quedamos sin tiempo y sin espacio, sin palabras. Otro día…quizá.
Marco Antonio Torres Mazón