Parece una escena de una película de Woody Allen: dos jóvenes se acercan al cuadro de van Gogh “los Girasoles” y le lanzan sopa de tomate; después se echan pegamento en sus manos y se quedan pegadas en la pared del museo hasta que venga el encargado de seguridad (que debe estar orgulloso de su trabajo). Una performance en toda regla. El hecho de que sea exactamente “sopa de tomate” nos recuerda inmediatamente a ese vendedor de mercancía llamado Andy Warhol, alguien que, humana y artísticamente, está en el polo opuesto al autor de “la noche estrellada”. Sí, es una secuencia digna de aparecer en “Annie Hall” o en cualquier otra cinta de Allen; nos provoca la misma risa nerviosa, como de estar andando sobre un alambre muy fino con el abismo bajo nuestros pies.
Vincent van Gogh no fue solo un gran pintor, sino también un excelente escritor. Sus cartas escritas a su hermano Theo son, sin duda, uno de esos libros que conviene tener siempre cerca, pues abiertos por cualquier página nos arrojan luz y sabiduría. En ellas se ve al hombre pleno, al artista y al creyente (en su máxima expresión). La fe nunca fue un asunto menor para van Gogh. El amor, la naturaleza, la literatura, la pasión…el color. Todo está en esas cartas que rezuman vida y plenitud. El 15 de agosto de 1888 escribe: “Los girasoles avanzan, hay un nuevo ramo de catorce flores sobre fondo amarillo verde, es pues exactamente el mismo efecto – pero en un formato más grande, tela de 30- que una naturaleza muerta de membrillos que tú tienes ya, pero en los girasoles la pintura es mucho más simple”. En van Gogh la palabra “simple” no es lo mismo que “sencillo”. La carta, larga como todas las de su autor, continúa con una gran profusión de detalles.
No sabemos nada, o muy poco, de las dos chicas que han arrojado sopa sobre el cuadro de “Los girasoles”, pero me pregunto qué será de ellas de aquí a unos años. ¿Es este numerito a lo máximo que aspiraban? ¿Contarán con orgullo dentro de unos años lo que un día hicieron o, por el contrario, serán vencidas por la vergüenza de haber hecho el ridículo delante del mundo entero, como en esas pesadillas en las que uno camina desnudo entre una multitud a plena luz del día? Son preguntas que no tienen respuesta, por supuesto, pero que merece la pena hacerse aunque solo sea por el mero hecho de fabular.
Lo que está claro es que todo esto pasará. Me refiero a estas tonterías (e incluyo en “estas tonterías” a la sopa de tomate y al señor vendedor de cuadros, camisetas y otros artilugios). Pasarán porque no tienen la sustancia suficiente como para permanecer. Pero “Los girasoles” sí permanecerán. Como el resto de pinturas y todas las cartas que Vincent, con todo su dolor y toda su vida y toda su pasión y toda su fe, nos regaló. Un regalo que solo es posible entender desde el verdadero arte, es decir, desde el amor.
Marco Antonio Torres Mazón