(A la dulce memoria de María Dolores Sáez Almagro, Lola)
Noviembre y tú te has ido; o no estás aquí, mejor dicho. Siguen cayendo las hojas de los árboles, los niños se disfrazan de monstruos y en algún lugar alguien cita el Tenorio de Zorrilla; huesos de santos y buñuelos, calabaza y boniato al horno…y visita al cementerio. Noviembre es también mes de la música, santa Cecilia. Llevo semanas escuchando a Benjamín Britten, su Sinfonía simple. Su melodía me acompaña mientras voy al trabajo; mientras camino bordeando el mar; mientras me llaman por teléfono y me entero de que ya no estás aquí.
A veces se produce cierta sincronización entre lo que leo y lo que sucede a mí alrededor. Como si le pusiera banda sonora con palabras a mi realidad. Releía estos días un artículo que mi admirado Samuel Johnson escribió cuando murió su madre. Johnson, que escribió el primer diccionario de la lengua inglesa en el siglo XVIII, tenía unas fuertes convicciones cristianas. El artículo en cuestión concluye con uno de los párrafos más bellos y esperanzadores que he leído sobre el dolor y la muerte de un ser querido. “Así pues, que la esperanza nos guíe, que la revelación no resulte ser falsa, que la unión de las almas permanezca; y que nosotros, que luchamos contra el pecado, el dolor y las enfermedades, gocemos de la atención y la amabilidad de aquellos que han acabado su camino y ahora reciben su recompensa”.
Samuel Johnson tenía como lema personal el siguiente verso de las Epístolas de Horacio: “Allí donde me lleve la tormenta, encontraré acomodo”. Y eso es lo que siempre hacía Lola y eso es lo que ya habrá hecho nada más llegar a la primera nube. Al ver al primer ángel o al primer querubín le habrá dicho: “Nene, ¿tú has comido algo?” Y rápido como el relámpago (y como la tristeza de recordarte ahora) le estará preparando una tortilla de pésoles o unos michirones, pues tendrá de todos los ingredientes a elegir, que siendo el cielo no ha de faltar nada. Qué suerte van a tener ellos ahora, los ángeles y los querubines y todos los que te precedieron, pues ya pueden disfrutarte; y no solo un rato (como es esto de vivir), sino toda la eternidad, ni más ni menos.
Nos hacemos mayores y cada vez tenemos más gente esperándonos al otro lado. No me gusta ver eso como algo malo sino todo lo contrario, como motivo de esperanza y de secreta alegría. Es como si echáramos raíces en el cielo; como si el tener a tantos ya allí hiciera más fácil el tránsito, más cómoda la espera, más fértil lo vivido. Vuestra ausencia, con todo nuestro dolor, es una promesa de futura dicha. Recuerdo, ay, tu imagen de promesa acompañando a la Virgen, enseñándonos que no hay mejor teología que la del que camina detrás de nuestra Madre con una luz entre las manos. Que esa luz que un día alumbró tu camino sea nuestra guía en estos días de noviembre, mientras las hojas de los árboles siguen cayendo.
Marco Antonio Torres Mazón