Noviembre: un regreso.

En Estados Unidos, el día de Acción de Gracias viene a ser lo que aquí la Navidad. No es que los norteamericanos no celebren la Navidad, aquellos que lo hagan, sino que Acción de Gracias es el momento en el que las familias se reúnen y los hijos, normalmente dispersados por diferentes ciudades o por, incluso, distintos estados, regresan al hogar; muchas veces a la casa en la que crecieron. Son días en los que se siente una obligación ancestral por volver a reunirse con la familia, por hacer esa especie de viaje a la semilla que supone cruzar el umbral del lugar que un día, mucho tiempo atrás, llamamos «mi casa». Hay en ese regreso un retorno a la infancia, un recorrer los pasillos y las estancias en las que pasaste los años de tu adolescencia y tú primera juventud, también, claro, de tu niñez. Si lo pensamos un poco eso lo sentimos cada vez que visitamos la casa de nuestros padres, aunque no sea Navidad (ni Acción de Gracias, claro). Entrar en la habitación donde dormías de pequeño, de joven, de la que saliste vestido de traje para dirigirte a la Iglesia y casarte y no dormir ya nunca en ese cuarto, hasta que un día, por las circunstancias más diversas, tienes que volver a pasar una noche en tu antigua cama. O cuando ves una vieja fotografía y, una vez que ya has visto la figura o figuras que en ella habitan, comienzas a fijarte en el fondo, en la estancia, en el decorado: paredes, muebles, atrezo… Y, como si de un tomo de En busca del tiempo perdido se tratara, viajas y te trasladas en el tiempo; vuelves… retornas… recuerdas…

Noviembre y el otoño se juntan en mi memoria como una de esas viejas fotos de las que hablaba más arriba. En noviembre murió mi padre y, al cerrar los ojos, trato de recordar su voz, su gesto, su forma de ocupar el espacio que habitaba. La memoria se nos llena de personas que ya no están, como un álbum lleno de fotos en blanco y negro. O como una gran casa cuyas estancia solo pudiéramos visitar mediante nuestros recuerdos.
De este doble viaje de la memoria, de este extraño laberinto cuyas paredes se van formando a base de recuerdos, habla también el libro de Ramón Andrés que comentaba la pasada semana: La bóveda y las voces. Por el camino de Josquin. La sabia combinación entre anotaciones de diario y la reconstrucción de la vida del compositor renacentista Josquin Desprez, crea en el lector la sensación de que no existe el pasado ni el presente ni, mucho menos, el futuro; tan solo un continuo de voces y miradas en las que todos nos encontramos.

Leo el libro de Ramón Andrés mientras suena una de las misas de cuatro voces del gran William Byrd. La luz de la tarde va cambiando a medida que pasan las horas y se filtra, tenue, por la ventana, acariciando, melosa, el libro, el lápiz con el que subrayo y la mano con la que trato de escribir este artículo. El día va tocando a su fin. Nos quedará su recuerdo.

Marco Antonio Torres Mazón