Hace mucho tiempo, cuando era joven y las cosas que hoy no me importan eran las que más me importaban, tenía por afición hacer listas. La lista de mis películas favoritas, de las mejores canciones de la década de los 70 o el top 10 de los mejores relatos de ciencia ficción. Confeccionar una buena lista me podía llevar varios días o incluso semanas, dependiendo del grado de interés que tuviera en ese momento. Incluso les pedía a mis mejores amigos que confeccionaran también su lista para así poder cotejar y sacar mis propias conclusiones. Creo que todavía conservo alguna de ellas dentro de algún libro…

Hace unas semanas escuché en un programa de radio al que soy aficionado que pedían a los oyentes que hicieran una lista de sus películas favoritas. Sentí entonces una fuerte conmoción interior. Sí, como la del narrador de “Por la parte de Swann” cuando mojó un trocito de magdalena en un poco de té, ahora que estamos en el centenario de Proust. Busqué un trozo de papel y un bolígrafo y comencé a realizar mi lista. No recordaba lo divertido que es y el gran ejercicio de memoria que supone. Primero apunté todas las películas que recordaba como importantes en mi vida. Cuando consideré que ya tenía un buen número, me entretuve ordenándolas cronológicamente, desde las más antiguas (del periodo mudo) hasta las más recientes. Comenzó entonces la parte más delicada y difícil de la elaboración de una buena lista: la criba. Se trata entonces de iniciar un doloroso descarte de títulos. Comienza a asaltarnos la duda, ¿qué películas quitar hasta quedarnos con la mágica cifra de 20 o de 30? Recordé la famosa frase de Peter Bogdanovich, el director y crítico de cine, cuando le pidieron una lista de sus películas favoritas: “Estas son mis películas favoritas hoy. Mañana, seguramente, serán otras distintas”. Cuando, tras un titánico esfuerzo, consigues quedarte con las elegidas, sientes una gran alegría y un cierto alivio. Lees la lista y piensas: Sí, están todas las que deben estar. Pero al día siguiente, o a los dos días, vuelves a ver la lista y no te explicas cómo has podido dejar fuera tal o cual título. Es entonces cuando le das la razón al señor Bogdanovich, que sabía mucho de este complicado asunto de las listas.

Todos deberíamos hacer listas en nuestra vida y de los asuntos más variados. Nos obligaríamos a recordar, nos forzaríamos a elegir y no tendríamos más remedio que aprender a descartar. Terminaríamos tejiendo, con paciencia y memoria, el canon de nuestra propia existencia, de nuestro propio palpitar. Un canon que, es mucho más que probable, se vería modificado al día siguiente, aunque mantuviera parte de su esencia. Sí, cuando era joven las cosas que hoy no me importan eran las que más me importaban, y esas cosas son las que hoy siento como más verdaderas, como más auténticas y que, para bien o para mal, más me definen. Ha tenido que ser la confección de una simple lista la que me recuerde esta verdad profunda.