Donde habitan los recuerdos

El frío siempre llega de manera inoportuna y siempre nos pilla de sorpresa, a pesar de que todos los años llega en la misma época  y nos anuncian su venida con varias semanas de antelación. Es uno de esos misterios inescrutables, crípticos, herméticos e irresolubles a los que uno se acostumbra con el paso del tiempo. Como todo lo importante que nos sucede en la vida, el invierno y el frío nos sale al encuentro, intercepta nuestro caminar, invade nuestra cotidianidad y nos interpela con nuevos hábitos y costumbres. Insiste amablemente para que nos quedemos en casa, para que hagamos uso de todo tipo de brebajes calientes y para que nos vistamos con más capas de una cebolla.
Y todos los años, cuando el invierno despliega su verdadero potencial y nos enseña su rostro de hielo, me acuerdo de mi abuela Gertrudis. La recuerdo arrebujada en su manta, con la bata y las zapatillas de andar por casa. Apenas salía ya del hogar, pues estaba bastante enferma. Teníamos una de esas antiguas estufas que tenían una pequeña repisa que se calentaba, sobre la cual mi abuela colocaba en esta estación unas castañas que guardaba en sus bolsillos y que sacaba como quien hace un truco de magia. Cuando el olor de las castañas inundaban el comedor, mis hermanos y yo nos arremolinábamos a su alrededor para degustar ese manjar, que ella nos daba complacida. Mientras, mi padre, su hijo, ponía el grito en el cielo: «Mamá, por favor, no vuelvas a hacer eso. Cualquier día salimos todos ardiendo en esta casa». Luego, claro, pedía su ración de castañas calentitas. Ella sonreía como una niña traviesa y yo, que era un niño poco travieso, la veía como a una compañera de aventuras. Ojalá ahora pudiera decirle todo lo que hoy estoy aquí escribiendo, hacerle saber todo lo que la quería. Las palabras tienen su tiempo, que no suele coincidir con el momento en el que deberíamos pronunciarlas. Y esto es algo que uno aprende a medida que cumple años y suma memoria; fotos en las que viven personas a las que echamos de menos.
Dicen que el frío se recuerda con más intensidad con la que se vive en el presente. Es cierto. Yo recuerdo los inviernos más largos, con más días de lluvia y más frío. La imagen de la retransmisión de la Vuelta Ciclista a España nos dejaba estampas impresionantes de puertos cubiertos de nieve y el pelotón enfrentado a una ventisca. A veces se perdía la señal y cuando ya la recuperaban la etapa había concluido. Inventaron la elipsis argumental sin proponérselo.
Estos días de frío son ideales para estar en casa. Ahí es cuando uno agradece tener una buena biblioteca y un buen surtido de infusiones. Una luz encendida, un buen sillón, un libro abierto, una manta y una taza humeante. Y pensar que el frío siempre se queda al otro lado de la ventana, allí donde habitan los recuerdos.

            Marco Antonio Torres Mazón