Hay cuadros, películas, oratorios o canciones en los que no me importaría quedarme a vivir. No se trata sólo de que me gusten más o menos, sino de que ya forman parte de mi vida. Una parte importante, no accesoria. El “Cenotafio a la memoria de Sir Joshua Reynolds 1833-1835” de John Constable, un cuadro que puedo ver con los ojos cerrados, cuando sueño, cuando paseo por una avenida en una tarde de otoño. También “They Were Expendable. No eran imprescindibles” (1945), la extraordinaria película que John Ford rodó al regresar de la Segunda Guerra Mundial; la película en la que un hombre se sienta en una mecedora con su rifle para no abandonar su puesto, porque es su deber y es lo que ha hecho siempre. O la “Pasión según San Mateo”, donde Bach volcó todo lo que sabía sobre música, pero también sobre la vida y sobre la fe y sobre el dolor y la esperanza. Y canciones, claro, como “La tarde”, de Diego Vasallo: 4 minutos que me arrullan y me llenan de melancolía los recuerdos, vividos y soñados. Una tarde que dura más de los minutos que dura la canción; que dura toda la vida; y mucho, mucho más que la eternidad. Una de las mejores letras de la música popular actual española. Diego Vasallo escribió durante la pandemia uno de los mejores libros que el maldito virus y el maldito encierro nos dejó, mucho mejor que muchos que escribieron escritores de postín y prestigio y vacuidad. Un diario lleno de sabiduría y distancia.
El invierno nos deja y la primavera ya se intuye en cada esquina. La Cuaresma como un camino a medio recorrer, donde podemos divisar el dolor del jueves, del viernes, la soledad desesperanzada del sábado y el milagro del domingo. La luz va ganando minutos a lo largo de los días. La tarde, otra vez, cae lentamente, con suavidad cada vez más acusada. “La tarde parecía una señal / de luz derramada sobre el mar”. Así comienza la canción de Diego Vasallo, mientras nos lleva de la mano por unos versos que se dejan deshojar como si viviéramos en un otoño perpetuo. Y prosigue: “Nubes que traen olvidos, / la noche que está al caer, / estos abismos desprevenidos / en el atardecer”. Porque es en esa luz del atardecer donde Diego Vasallo encuentra una mina de pura lírica verdadera. Una luz que, en Torrevieja, en esta ciudad por la que caminamos en esta incipiente Semana Santa, brilla con el color anaranjado de los crepúsculos mediterráneos. ¿Cómo sería la luz en los atardeceres del jueves santo, cuando Jesús se disponía a vivir su última pascua con sus más allegados amigos? La poca luz que Constable filtra a través de los árboles en su “Cenotafio” a Reynolds es justo la que yo imagino en esos momentos que cambiaron la historia (la particular de todos, que es la única importante) para siempre. Una luz que pesa, que se deposita en el alma como una dulce melodía que contiene en su interior las notas de todas las primaveras.
Marco Antonio Torres Mazón