No sé decir “no”, aunque ahora mismo lo acabe de escribir. Por eso cuando me preguntaron si quería salir en la Pasión que el grupo Getsemaní estaba preparando, bajo la dirección del gran Matías Antón Mena, dije que “sí”. A pesar de estar en plenos preparativos de la Semana Santa, con reuniones, actos, presentaciones, etc. Pero mentiría al lector si le dijera que mi respuesta fue afirmativa sólo por el hecho de que no sé emitir otro tipo de respuesta. Dije que sí porque algo en mi interior me obligaba a aceptar. Quizá fue el hecho de que conocía a casi todos los componentes del grupo, que había compartido con ellos muchos momentos de íntima fe y celebración. Momentos de esos que ya te acompañan y te marcan para el resto de tu vida; que hacen que seas de una determinada manera y no de otra; que condicionan de una forma inapelable tu visión del mundo. Momentos vividos en el interior de una iglesia, en las estancias de unos salones parroquiales, al calor de un fuego encendido en un albergue en la sierra.
También había un hecho que me hacía gracia, como una pequeña broma del destino: Matías Antón ya había dirigido, muchísimos años antes, a mi padre en el teatro, durante la representación del Don Juan Tenorio. Tenía la secreta ilusión de que él también me dirigiera a mí, aunque fuera en un papel pequeño. Cuando estábamos ensayando y me miraba con su aspecto leonfelipesco, y se dirigía a mí como “Torres”, como un pequeño guiño, así lo interpretaba yo, a mi padre, sabía que en ese momento yo estaba justo donde tenía que estar y no en otro lado.
Y luego, claro, los 25 años de la parroquia de san Roque y santa Ana. La parroquia donde me siento como en casa; o mejor quitamos el “como”: en casa. La parroquia donde, después de la misa del domingo, nos quedamos en la puerta, hablando de nuestras cosas, de cómo nos ha ido la semana. Donde, al entrar, puedes escuchar la música callada que te dice que todo está bien, y así soltar un poco el lastre de tus preocupaciones y tus miedos. Un lugar de sagrada cotidianidad, como el pan o el vino. Una parroquia que es fiel reflejo de su párroco y sus parroquianos. Casi nada.
Pues todo esto es, más o menos, amigo lector, lo que impulsó mi lengua y mi voz en ese monosílabo que me cuesta tan poco decir: “sí”. Y en este momento, en esta hora de la tarde donde suena en la radio el Magníficat de Carl Philipp Emanuel Bach y el sol del crepúsculo anaranjea el cielo, todavía no sé cómo ha salido finalmente la obra, la representación de “La Pasión”. Sin embargo, para ser sinceros, poco importa. Lo que realmente tiene valor es el viaje y las personas con las que hacemos ese viaje, no el destino. Como en el poema de Cavafis, “pide que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias”.
Marco Antonio Torres Mazón