La muerte de Fernando Sánchez Dragó me pilló, como a muchos que le seguíamos por las redes sociales, con el pie cambiado. Esa misma mañana, apenas dos horas antes de morir, subió a la red una foto con uno de sus gatos en la cabeza, mientras él, Fernando, tecleaba en el ordenador. Es una bonita forma de despedirte: haciendo justo lo que más te gusta, lo que ha dado sentido a toda tu vida. De Dragó me gustaba, entre otras muchas cosas, esa felicidad contagiosa, electrizante, que conseguía convencerte de que tenías que leer a tal o cual autor o tal o cual libro sin apenas darte cuenta.
Sin embargo, si he de ser sincero, más que un gran lector de Dragó he sido, soy, un fiel seguidor de sus programas culturales. No ha habido, en mi opinión, persona con más talento para realizar programas culturales que él. Comencé a seguirlo cuando realizaba para el canal autonómico valenciano el maravilloso programa “El faro de Alejandría”, donde se trataron, como antes en “Negro sobre blanco”, los temas más variados siempre con los mejores especialistas. Tenía, además, una capacidad innata para moderar debates y para llevarlos, si tal era su deseo, por determinados cauces. Nunca en televisión se ha vuelto a servir la cultura de una forma tan clara. No era fácil, siendo yo tan joven, seguir los meandros de sus argumentos y sus temas, pero él no bajaba el nivel por nadie, sino que hacía que todos intentáramos subir nuestro propio nivel para poder seguir el debate. Recuerdo, por ejemplo, los programas sobre Ortega y Gasset (que he vuelto a ver recientemente) o sobre Dios, que duraban más de dos horas, en los que tenía a cinco o seis invitados de primera fila. ¿Se imaginan algo así en la televisión de hoy? No, no hace falta que respondan…
Dragó tenía una cosa en común con los hombres del 98: el dolor de España. Igual que Unamuno o Azorín, Dragó dedicó parte de su obra y parte de sus programas televisivos al tema de España. Ya en 1979 se llevó el Premio Nacional de Ensayo por su “Gárgoris y Habidis: una historia mágica de España”. Poco después realizó en televisión española un programa doble sobre el tema del “Ser de España”, con invitados de la talla de Gonzalo Torrente Ballester. Merece la pena volver a ver estos programas, pues se sorprende uno de su plena actualidad y, sobre todo, de la calidad indiscutible de todos los argumentos allí esbozados, esté uno o no de acuerdo con ellos.
En un país, el nuestro, donde muchos se jactan de ser firmes defensores de la libertad, resulta curioso que fuera precisamente eso, la libertad de decir en cada momento lo que le parecía oportuno, lo que más penalizó a Fernando Sánchez Dragó. Curioso. O no tanto.
Eterno buscador de la trascendencia, como un Hermann Hesse estepario, Dragó ha dejado una profunda huella en la España de los últimos cincuenta años. Más, mucho más, que todos sus detractores juntos.
Marco Antonio Torres Mazón