Ahora sí están todos los ingredientes del verano en la cazuela: el calor, las tardes lánguidas como un movimiento de ballet contemplado a cámara lenta, los niños de vacaciones y la ciudad, nuestra ciudad, llena de turistas. Por delante: dos meses en los que el tiempo, incluso cuando uno no tiene la suerte de estar de vacaciones, pasa de una manera distinta, como cuando uno contempla la realidad desde una hamaca, con la mano en la frente a modo de visera para evitar, en la medida de lo posible, el efecto del sol en los ojos.
Los que me conocen saben de sobra que yo más que disfrutar el verano intento sobrevivir a él. No es precisamente mi estación favorita. Sin embargo he aprendido, a lo largo de los años, una serie de rutinas o costumbres que me sirven de asidero y que me ayudan a llegar al ansiado día de san Ramón sin volverme loco del todo.
Lo primero, al menos para mí, es un buen cargamento de libros. Lo que yo llamo el equipaje lector. El verano es una época perfecta para saldar cuentas pendientes con aquellos títulos que, quizá por falta de tiempo, se nos han resistido durante el resto del año. Tengo además la manía de intentar meter algún título relacionado con el mar como una forma de refrescar mis horas de lectura. Estos días disfruto del grueso tomo que contiene todas las aventuras (y tribulaciones) de Maqroll el Gaviero, del gran Álvaro Mutis.
Otra buena costumbre veraniega es salir a caminar. Como en el caso de la lectura es algo que podemos (y debemos) hacer todos el año, pero en verano uno tiene el reto de ir haciendo eslalon esquivando a los numerosos viandantes que caminan, a diferentes ritmos y velocidades, por los paseos de nuestra ciudad. Una experiencia que pone en alerta todos nuestros sentidos.
Pasear con los cascos puestos, escuchando música o la radio o algún podcast siempre es un aliciente añadido. Precisamente en esta época de verano suelo escuchar unos programas de Radio Clásica que se grabaron en el verano del 86. Se trata de la reproducción del libro «Viaje musical por Francia e Italia» de Charles Burney. Un maravilloso libro de viajes, a modo de diario, en el que se nos traslada no sólo a un lugar (Francia, Italia) sino también a un tiempo: el siglo XVIII. Llevo varios veranos escuchando esta histórica grabación dirigida por Luis Carlos Gago mientras camino mirando el horizonte (o esquivando turistas). El libro de Burney es, por cierto, una delicia.
Leer, caminar, escuchar música, acodarse en un pequeño balcón mientras cae la tarde… pequeñas cosas sin más utilidad que la de permitirnos llegar, sanos y salvos, al 31 de agosto. Y a partir de ahí, el ansiado otoño. Mientras, disfruten del verano y cuiden sus reflejos a la hora de esquivar a los turistas. Nos vemos la próxima semana.