De nuevo el terror en Israel y de nuevo las medias tintas, los paños calientes y los eufemismos. La brutalidad que nos llega (que será menor de la que realmente ha sucedido) es de tal magnitud que nos retrotrae a las más oscuras visiones de la barbarie. No parecen hechas por seres humanos. Tener la más mínima duda de dónde está la civilización, de en qué lado está la razón, es bochornoso y fruto de una mente ciega y viciada por la política más rancia.
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Lo sencillo y su reivindicación: pasear con la familia bordeando el mar, nuestro mar; y sentir la brisa, nuestra brisa. Llegar al puesto de libros de nuestro amigo Eduardo; saludarnos y ponernos al día. Husmear entre los libros y terminar comprando un ejemplar de la colección “Biblioteca de plata” del extinto (y añorado) “Círculo de Lectores”, ni más ni menos que “París era una fiesta”, de Hemingway. Y también un epistolario de Miguel de Unamuno. Cada vez me gusta más esa supuesta literatura secundaria (cartas, diarios, memorias, cuadernos, apuntes) en las que veo más verdad y, por tanto, más belleza, que en otros géneros más “prestigiosos”. Y, finalmente, sentarnos a comer un buen pescado. La mesa como punto de encuentro y motivo de celebración, allí donde muchas cosas adquieren su verdadero significado. Sí, reivindico lo sencillo como aspiración más elevada en nuestra vida.
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Desde que comenzó el otoño leo a ratos los “Cantos” de Ezra Pound. La edición en un solo volumen de la editorial Sexto Piso. Algo más de 1200 páginas. La obra de toda una vida (y qué vida). A Pound, por cierto, le debemos en gran parte la forma en que nos ha llegado finalmente “La tierra baldía”, de T.S. Eliot. Uno de los primeros cantos está dedicado al Cid, escrito al modo del épico poema fundador de nuestra literatura. Todo parece coger en este libro inmenso.
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Y luego está esa foto de Ezra Pound en Venecia, ya muy mayor, mirando a la cámara entre cabreado y derrotado; con su bufanda y su barba blanca; con el canal a su espalda y el atisbo de una torre de iglesia al fondo. Es una foto bellísima pero también muy dolorosa.
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He vivido con mucha intensidad el nacimiento de cada uno de mis sobrinos. Uno de ellos, el de mi ahijado Carlos, lo narré en este semanario, hace ya más de veinte años, en un texto que llevaba por título “Amanecer”. Hoy, mientras escribo estas líneas, la pequeña Julia se abre camino para reunirse con sus papás, sus hermanos, sus tíos, su abuela, sus primas. Su llegada será (es ya) un torrente de alegría, como lo es todo alumbramiento. Me gustaría que todas estas palabras que hoy escribo ella mañana pudiera leerlas. Me hubiera gustado, claro, no tener que hablar de la guerra y de la muerte, pero también lo hago de la alegría de la sencillez. Uno, querida sobrina, no elige siempre lo que puede decir o lo que debe escribir.
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Julia, nunca olvides lo que un día escribió Rabindranath Tagore: “Cada niño, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios no ha perdido todavía la esperanza en los hombres”.
Marco Antonio Torres Mazón