El cambio de hora acelera el atardecer; también la melancolía.
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He revisitado esta semana tres películas que hacía muchos años que no veía. Las tres tienen en común una cierta poética de la austeridad; la sensación de que no se puede hacer más con menos. Otra cosa que une los tres títulos es la enorme capacidad para contar todo un mundo en muy poco tiempo. El sur de los Estados Unidos tras la Guerra Civil, el Macao del siglo XIX, un pueblo en la meseta castellana en torno a 1940. “El juez Priest” (John Ford, 1934), “Una historia inmortal” (Orson Welles, 1968), “El espíritu de la colmena” (Víctor Erice, 1973). Puro cine en los tres casos.
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Visita al cementerio. Desde muy pequeño, cuando acompañaba a mi madre para arreglar las flores de los abuelos, me he sentido tranquilo en un lugar que a muchos no les suele gustar. Mi madre me iba contando historias de sus padres y de sus abuelos que yo imaginaba siempre como una película en blanco y negro. Las fotos, las fechas, los epitafios.
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Leo una noticia en la que algún gurú dice que hay que reírse de la muerte y quitarle importancia. Qué peligro tienen este tipo de pensamientos. Si nos reímos de la muerte, si le quitamos toda su importancia, nos reímos también de la vida y le quitamos todo lo que tiene de sagrado. A partir de ahí, Auschwitz o el Gulag.
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Muere mi tío abuelo Antonio, último representante de una rama familiar ya desaparecida para siempre. Un hombre recio como un árbol plantado en tierra buena. Su voz llenaba el aire con el olor a pan y a cosas sencillas y verdaderas.
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El desmantelamiento del Estado de Derecho y todo lo que tú quieras por un puñado de votos, por un poquito más de tiempo en la poltrona: tan antiguo como el hombre. Se debería leer más a Edward Gibbon. O a Cicerón, ya puestos.
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En una novela bastante interesante que leo estos días, un personaje femenino pronuncia una frase que me hace sonreír por verme reflejado en ella: “Soy una mujer pasada de moda, no me gusta cambiar de costumbres”.
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El primer atardecer de noviembre. Húmedo y color bronce. Lento como una cucharada de miel deslizándose sobre un trozo de pan caliente.
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El mar de otoño es mucho más hermoso que el de verano. En verano es un mar saturado y cansado, masificado. El de otoño respira con alivio; es libre y feliz. Cada ola que llega a la orilla puede observar la playa desierta y regresar mar adentro para contar a sus compañeras que ya los bañistas se marcharon, que ya los granos de arena lucen airosos sus primores.
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Comienzo noviembre con “Israel en Egipto”, de Händel. Mis sobrinos pequeños, al montar en el coche y escuchar una de sus arias, dicen que eso es “música de Biblia”. Bendita sabiduría.
Marco Antonio Torres Mazón