Anotaciones de noviembre III: Morder el otoño

Bizcocho de calabaza en el horno. La casa se llena con el dulce olor de una futura merienda. El primer bocado…morder el otoño.

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            Lo triste no es el lamentable espectáculo de la sesión de investidura; lo triste es lo de antes: el camino que nos ha llevado a eso y, sobre todo, el precio que vamos a pagar todos por elegir ese camino.

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            Salgo a pasear temprano. Amanece con una claridad tranquila. Dudo entre hacer una foto del momento o escribir algo en mi cuaderno. Gana lo segundo.

            La amanecida:

            ramalazo lírico

            de luz y de mar.

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            Uno de los personajes de Tío Vania, de Chejov, dice: “Aquellos que hayan de sucedernos dentro de cien o doscientos años y para los que ahora desbrozamos el camino… ¿tendrán para nosotros una palabra buena?” Mucho me temo que no. Y seguramente será con toda la razón del mundo.

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            Algunos libros para hacernos compañía en esos domingos por la tarde llenos de melancolía: Cancionero de Miguel de Unamuno, La calle de la reina Ester de Julio Martínez Mesanza, El mundo inglés: siglos XVIII y XIX de José María Valverde, Cuadernos de escritura de Carlos Pujol, Los vagamundos de Andrés Trapiello. Cualquiera de esos libros, abiertos al azar, garantiza unas buenas horas de felicidad.

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            Hay un momento en que si no te apartas del mundo, el mundo te aparta (y te aplasta).

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            En su Vida de Mozart nos recuerda Stendhal algo que a veces no conviene olvidar: “Mozart juzgaba sus propias obras con imparcialidad, y a veces con una severidad que no hubiese tolerado fácilmente en los demás”. Todo el trabajo y el nivel de exigencia de las más grandes obras de la humanidad es algo de lo que podemos aprender; por eso no conviene despacharlas con un simple ataque de genialidad. Que la inspiración me pille trabajando, dijo un genio.

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            Momento proustiano: esperando en la estación de tren a que llegue A. de Madrid me viene a la mente otra espera, lejana en el tiempo. Misma estación de tren, pero treinta y cinco años antes. Espero, junto a mi padre, a que llegue el viejo Talgo que baja del norte y que trae, ya entrada la noche, a mi hermano M., que está haciendo el servicio militar como especialista en Ferrol. Por un momento soy ese pequeño al que le impresiona el sonido y el olor. Y la noche. Pero la impresión pasa pronto. Tan sólo dura hasta que se abraza a su hermano; hasta que recibe un beso de su mujer.

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            Una vez que ya se ha consumado todo, pasarán unos días, como mucho unas semanas, en las que nos tragaremos el engrudo hasta no dejar ni rastro. Y hasta la próxima, que hoy nos parecerá imposible pero que, con paciencia y disciplinada obediencia, volveremos a engullir para no incomodar a nadie.

            Marco Antonio Torres Mazón