Anotaciones de febrero II: Mi camino de baldosas amarillas

Aprendo, a mis 46 años, la imposibilidad de quedar bien con todo el mundo. Y esa imposibilidad viene dada por una palabra: no. Puedes decir a alguien, cuando te pide algo, treinta veces “sí” y no pasa nada (la mayoría de las ocasiones ni te lo agradecen), pero dices una vez “no” y de nada han servido las treinta ocasiones en las que respondiste afirmativamente a sus requerimientos. En fin, nunca es tarde para aprender, eso lo tengo claro.

Veo Cabalgar en solitario, un magnífico western de Budd Boeticher. Dura una hora y diez minutos. Me sigue sorprendiendo lo que hemos perdido en el camino: la economía de medios. El saber narrar en poco más de una hora una historia compleja. En literatura sucede lo mismo, no nos engañemos. Debería ser obligatorio volver a leer a Azorín, con su prosa sincopada de sujeto, verbo y predicado. Y luego ya, si eso, lea usted a Proust.

Leyendo un libro de Simone Weill me encuentro con esta frase, que subrayo y repito como la antífona de un salmo: “El amor no es consuelo, es luz”.

Siguiendo con el caso Savater me entero de que Félix de Azúa abandona también el diario El país. La decencia todavía existe. Y los principios. No todo está perdido.

Trato de evitar, en la medida de lo posible, los tomos de “Obras Completas” de los autores que de verdad admiro. Esos pesados tomos, en los que se encuentran incluidos varios títulos, me recuerdan demasiado a la fría lápida de un cementerio. Prefiero ir consiguiendo los títulos sueltos tal y como fueron publicados en su momento. Además, es toda una aventura la búsqueda de los libros uno a uno y es una inmensa alegría cuando, por fin, consigues encontrar el tomo que te faltaba. Eso es lo que me sucedió, por ejemplo, con los diarios de mi admirado José Jiménez Lozano. Ahora los han sacado en dos gruesos volúmenes como parte de sus obras completas. Miro mi estantería y veo los nueve títulos y recuerdo la sensación de felicidad cuando encontré el último de ellos, el que me faltaba. Verlos así, tal y como fueron editados en sus respectivos años de publicación, me recuerda la certeza de que José Jiménez Lozano sigue estando presente.

Tienes mucha suerte, piensas en una noche de insomnio. Hay personas que se preocupan por ti, que te ayudan cuando más lo necesitas, que están ahí cuando crees que vas a caer por un precipicio. Personas, amigos, que te tienden la mano en los pequeños baches del día a día. Con ellos sí merece la pena el esfuerzo de quedar bien, la respuesta afirmativa a un requerimiento de ayuda o la profunda sinceridad de un saludo, de un abrazo, de un fuerte apretón de manos. Y mi querida A. y mi querida E.: mi camino de baldosas amarillas.

 

Marco Antonio Torres Mazón