En Más allá del bien y del mal, de Nietzsche, me encuentro con este aforismo: “Madurez del hombre adulto: significa haber reencontrado la seriedad que de niño tenía al jugar”.
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Muchas veces me he preguntado qué resorte en nuestro interior se activa ante determinados libros, películas, canciones. Qué extraño mecanismo se pone en marcha dentro de mí cuando leo, una vez más, La patria oscura, de Juan Manuel Bonet; o cuando veo, de nuevo, Nostalgia, de Tarkovski o No eran imprescindibles, de John Ford; o cuando escucho cada noche, mientras escribo, ciertas obras de John Tavener o cuando suena, mientras paseo al amparo de los mismos árboles de siempre, una canción de Diego Vasallo o un tema de Bill Evans. No es (sólo) una cuestión estética. Es, también, como si eso que leemos, vemos o escuchamos lo tuviésemos ya dentro de nosotros sin que nosotros mismos fuéramos conscientes.
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Como padre me debato entre proteger a mi hija de cualquier dolor o dejar que ese dolor (aquí también Nietzsche) consiga hacerle más fuerte. Como hijo ahora entiendo muchas cosas.
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Y, de pronto, en una noche de insomnio, te acuerdas de todos los que ya no están, de los muertos y del silencio que dejan. Como en el cuento de Joyce. Viene a tu memoria tu abuela Nati, las veces que te quedabas en su casa a dormir con ella y por la mañana te invitaba a un gran desayuno, con tostadas y batido de chocolate. O tu abuela Gertrudis y cómo no te dejaba ver los dibujos animados, pero sí veíais juntos Curro Jiménez (y por eso no puedes evitar un punto de emoción cada vez que repiten la serie y suena la música de la cabecera). Muchos otros vienen a visitarte en el insomnio: tu padrino Juanma, tu gran amigo Javier… Finalmente también viene tu padre. La oscuridad y el silencio propician la aparición de todos ellos y de sus recuerdos. El sueño te alcanza y caes dormido. A diferencia del relato de Joyce, al otro lado de la ventana no está nevando.
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Comer con la familia es, entre otras cosas, una acción de gracias. Sentarnos juntos, alrededor de la mesa, y compartir todo lo bueno y lo malo de la semana. Reír…y llorar si fuera necesario. Y esas horas de sobremesa que uno alargaría sin importarle nada más.
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Pentecostés. Sigo con mi lectura de las meditaciones del año litúrgico de Benedicto XVI. En uno de los textos dedicados a esta festividad anota lo siguiente: “Solo cuando no tememos la lengua de fuego ni el viento huracanado que trae consigo, la Iglesia se torna icono del Espíritu Santo. Y solo entonces abre el mundo a la luz de Dios”.
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A pesar de quedar todavía unas semanas de primavera, el verano parece que ya está entre nosotros.
Marco Antonio Torres Mazón