Marco Antonio.
“Aunque te prometí que estaría sólo unos días en el campo, mentí”. Horacio, Epístolas
En muchas de sus Epístolas anhela Horacio la paz y la tranquilidad de su retirada villa; el tiempo para poder leer y escribir. Eleva su queja a su amigo y mentor Mecenas para que no le insista en que regrese a la ciudad, Roma, con sus fiestas y sus ajetreos. En una de esas Epístolas llega a decir que prefiere comer pan y aceite que los manjares de las grandes fiestas romanas. Nuestro Fray Luis de León, admirador y traductor de algunos versos de Horacio, también nos habló de las virtudes del que se retira, del que busca en la soledad del campo recuperar el tiempo que la vida se empeña en escamotearnos.
Thoreau, influido sin duda por su amigo Emerson, compró un pequeño terreno en el bosque, cerca de una hermosa laguna, y construyó con sus propias manos una cabaña: allí pasó más de un año en la más absoluta soledad. De esta experiencia salió uno de los libros más importantes del pensamiento moderno en Norteamérica, Walden. “Cavé mi silo en la ladera sur de una colina”, escribe Thoreau casi emulando algún verso de las Geórgicas de Virgilio. Y cerca de allí, en el tiempo y en el espacio, Emily Dickinson se fue enclaustrando en su casa hasta el punto de que pasó los últimos años de su vida voluntariamente encerrada en su habitación, escribiendo poemas que guardaba en un arcón. Cuando murió, esos poemas volaron libres como los petirrojos.
Y en nuestro país, Quevedo escribía esos versos horacianos: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Y en los diarios de Jovellanos, ya con prosa más ilustrada, cuántas anotaciones que nos regalan la estampa de la casa, la chimenea encendida, el libro sobre las manos o el papel y la pluma prestos para escribir, siempre la luz entrando por la ventana o la candela creando sombras en la pared. Ya en pleno siglo XX, nos encontramos al doctor Gregorio Marañón deseando terminar sus consultas del viernes por la tarde para poder marchar a Toledo, a su casa del Cigarral, y en su despacho poder seguir escribiendo sus biografías o sus Ensayos liberales.
Francia, siglo XVI, Michel de Montaigne decide retirarse de la vida pública. En las vigas del techo de su biblioteca, torre circular, hace anotar las máximas y sentencias de sus más admirados autores: Horacio, Virgilio, Platón, Cicerón, Plutarco y, por supuesto, la Biblia. Y en ese espacio que ya más parece convento que despacho, Montaigne inventó el ensayo.
Toda esta retahíla de escritores, y muchos más que el espacio no me permite incluir, tiene algo en común: el deseo de retiro, de encierro. Pero es importante entender una cosa: sus retiros, sus encierros, fueron voluntarios; sus prisiones siempre tenían las puertas abiertas.
Thoreau, influido sin duda por su amigo Emerson, compró un pequeño terreno en el bosque, cerca de una hermosa laguna, y construyó con sus propias manos una cabaña: allí pasó más de un año en la más absoluta soledad. De esta experiencia salió uno de los libros más importantes del pensamiento moderno en Norteamérica, Walden. “Cavé mi silo en la ladera sur de una colina”, escribe Thoreau casi emulando algún verso de las Geórgicas de Virgilio. Y cerca de allí, en el tiempo y en el espacio, Emily Dickinson se fue enclaustrando en su casa hasta el punto de que pasó los últimos años de su vida voluntariamente encerrada en su habitación, escribiendo poemas que guardaba en un arcón. Cuando murió, esos poemas volaron libres como los petirrojos.
Y en nuestro país, Quevedo escribía esos versos horacianos: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Y en los diarios de Jovellanos, ya con prosa más ilustrada, cuántas anotaciones que nos regalan la estampa de la casa, la chimenea encendida, el libro sobre las manos o el papel y la pluma prestos para escribir, siempre la luz entrando por la ventana o la candela creando sombras en la pared. Ya en pleno siglo XX, nos encontramos al doctor Gregorio Marañón deseando terminar sus consultas del viernes por la tarde para poder marchar a Toledo, a su casa del Cigarral, y en su despacho poder seguir escribiendo sus biografías o sus Ensayos liberales.
Francia, siglo XVI, Michel de Montaigne decide retirarse de la vida pública. En las vigas del techo de su biblioteca, torre circular, hace anotar las máximas y sentencias de sus más admirados autores: Horacio, Virgilio, Platón, Cicerón, Plutarco y, por supuesto, la Biblia. Y en ese espacio que ya más parece convento que despacho, Montaigne inventó el ensayo.
Toda esta retahíla de escritores, y muchos más que el espacio no me permite incluir, tiene algo en común: el deseo de retiro, de encierro. Pero es importante entender una cosa: sus retiros, sus encierros, fueron voluntarios; sus prisiones siempre tenían las puertas abiertas.