Marco Antonio Torres Mazón
Apenas sin darnos cuenta, o esa ha sido al menos mi sensación, nos hemos encontrado casi en mitad de junio. Bostezando como viejos osos o jóvenes oseznos que salen de una hibernación, hemos vuelto a tomar el pulso de las calles y la vida tal y como la conocíamos. Durante estos meses, el antiguo ritmo marcado por el calendario y su santoral ha sido sustituido por el nuevo sistema de sucesivos estados de alarma y fases. Así, lo que antes eran días y semanas ahora resulta que son períodos de 15 días a los que llamamos “Estados de alarma” y fases (1, 2, 3). El nuevo lenguaje, como en el 1984 del tan citado como poco leído y peor entendido George Orwell, no solo sirve para retratar una nueva realidad, sino para que nos demos cuenta, por si no lo sabíamos, que quien ostenta el lenguaje tiene el poder. El poder de nombrar las cosas es el poder de crear las cosas, ya que las cosas no existen hasta que son nombradas. Pero vamos a lo importante: la primavera nos regala sus últimos destellos de hermosura. Una primavera que hemos tenido que ver a través de la ventana de nuestras viviendas, en los balcones o en la televisión. Y una primavera que, no obstante, se ha empeñado en volver, como es costumbre en todas las cosas que son verdaderas.
Cuando este artículo aparezca publicado será junio, será sábado y será trece. Será, por tanto, san Antonio y será, así lo quiso mi madre, mi onomástica. Lo normal en este día es que alguien, al enterarse de que es mi santo, me pregunte por la razón de que mi onomástica sea en san Antonio llamándome Marco Antonio. Y entonces, como todos los años, yo responderé con la siguiente historia (nuestra vida es siempre una sucesión de historias que vamos contando a los demás o a nosotros mismos): Yo, en realidad, me iba a llamar Antonio por mi abuelo materno. Sin embargo, mi abuelo Antonio siempre le decía a mi madre que si alguna vez tenía un hijo no le llamara Antonio “a secas”, sino que lo acompañara con otro nombre más: José Antonio, Luis Antonio, … La razón que mi abuelo esgrimía era que él, que se llamaba Antonio “a secas”, había tenido muy mala suerte en la vida. No le faltaba algo de razón al bueno de mi abuelo Antonio, que las había pasado canutas ya desde bien joven en el frente de Teruel, donde fue herido durante nuestra Guerra Civil. Pero hay algo que mi abuelo, por el motivo que sea, no sabía y que descubrimos por azar muchos años después, cuando él ya no estaba para poder decírselo. En su partida de bautismo mi abuelo no era Antonio Mazón Ñíguez, como siempre habíamos creído, sino Antonio Ramón Mazón Ñíguez. Así, ya no fue mi abuelo Antonio “a secas”, como tampoco yo, su nieto, lo soy.
San Antonio es, entre otras cosas, el santo al que nos encomendamos para encontrar algo que hemos perdido. Quizá mi abuelo le rezó tanto que finalmente su nieto encontró lo que él no pudo hallar en vida: su verdadero nombre; su verdadera historia.