Cielo, septiembre, otoño.

Ha pasado san Ramón; ha pasado agosto y ha pasado el verano; ya se ha marchado esa sensación de vivir como en un espejismo una vida que no es la nuestra. Hemos estado durante las vacaciones viviendo en el tráiler de una película que jamás veremos estrenarse en cines. Tiene el cielo de septiembre tintes otoñales, como las ganas de volver a la rutina y a los viejos hábitos invernales. Al final todo es costumbre.
Florecen en las papelerías los coleccionables por fascículos, así como las primeras colas para hacer la compra del material escolar. Antes, cuando éramos pequeños, todavía existía ese ritual de ver qué libros de tus hermanos mayores se podían aprovechar. Para los nuevos libros se compraba el forro. Una o dos tardes se dedicaban a eso precisamente: a forrar los libros para que duraran lo máximo posible. Era, en cierto modo, un acto de fe y una muestra de nuestra esperanza.
Septiembre tiene el sabor de un nuevo comenzar. Es como un enero colocado en el tramo final del año. Reincorporarnos a nuestros trabajos o nuestros hábitos es una forma de reiniciar nuestra vida. De alguna manera volvemos a coger el libro por el mismo punto exacto por donde lo habíamos dejado antes de comenzar el verano. Vuelve la narración de nuestros días; todos iguales y todos distintos, como la foto que cada mañana hacía el personaje de Auggie en el relato navideño de Paul Auster. El cambio de verano a otoño es, seguramente, mi favorito de todo el año. Me gusta ver cómo llega el frío sin que apenas nos demos cuenta. La forma en la que vamos añadiendo capas a nuestro vestir sin percatarnos: la manga larga, la chaqueta fina, el jersey, el chaquetón, el abrigo, el gorro, la bufanda, los guantes… Parece que queda mucho para llegar ahí, querido lector, pero sabes tan bien como yo que en realidad solo es un parpadeo, un instante. Sí, desde pequeño me ha gustado el otoño, no lo puedo evitar. Ya los días finales de verano me sobraban y me los hubiera saltado encantado en tal de poder ver cómo las hojas de los árboles se tornaban amarillas y luego tejían una alfombra a nuestros pies. Una vez escribí un aforismo que define bastante bien todo esto que siento: Si no te gusta el otoño deberías leer más poesía. Hoy lo que pienso es que si no te gusta el otoño deberías leer algo, lo que sea…
La frase de Francis Bacon, sobre la que ya escribí un artículo hace ya algunos años, es en estos días un lema, pero también una necesidad y, en cierto sentido, un consuelo: “Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer”. El tiempo otoñal, como la edad, sienta sus bases de felicidad en lo que hemos hecho antes de que llegue la lluvia y la ventisca: ¿Apilamos en verano suficiente leña? ¿Tenemos la despensa y la bodega bien provista? ¿Están nuestros amigos y estamos nosotros para ellos? ¿Qué tal nuestra biblioteca, tenemos los tomos de Cicerón y de Virgilio, de Dante y de Cervantes, de Shakespeare y de Johnson bien a mano? Sí, vuelve la cotidianidad y regresa la vida a sus derroteros, gracias a Dios.