Marco Antonio Torres Mazón
Muchas veces, al terminar de escribir uno de los artículos de esta sección titulada “palabras enmarcadas”, me entran las dudas: ¿habré metido demasiadas citas? ¿Será la cantidad de datos muy alta para la longitud que tienen estos escritos? Son las dudas lógicas del que está al otro lado de lo que usted ahora está leyendo, querido lector. Pero siempre, en cualquier caso, prefiero tratarles a ustedes, amigos y cómplices lectores, como personas adultas y formadas. Y pienso, o me gusta pensar, mejor dicho, que si en un artículo cito a Emerson, a Steiner o a Jovellanos y ustedes no han leído nada de estos tres autores, su curiosidad será tal y mi arte persuasivo será tan irresistible que no podrán evitar ir a la librería a por un tomo de estos autores (aunque me temo que será complicado como no se trate de una librería de viejo).
Y me viene a la memoria esa anécdota que se cuenta de la filósofa Hannah Arendt (si no han leído nada de esta excelente autora les recomiendo encarecidamente un libro: “Eichmann en Jerusalén”), quien tuvo que huir de Europa tras el ascenso de Hitler al poder. Discípula del también filósofo Martin Heidegger, solía escribir artículos de corte político, histórico y filosófico al New Yorker. Uno de ellos lo encabezó con una cita en griego clásico. Su editor intentó persuadirla para que la quitara o, al menos, la pusiese traducida. Le decía, lleno de paciencia: “Hannah, los lectores del New Yorker no saben griego clásico”, a lo que la filósofa contestaba, mientras expulsaba el humo de su eterno cigarrillo: “Pues que aprendan”.
Y todo esto me viene a la memoria, querido lector, al ver estas últimas semanas cómo en las nuevas leyes educativas ya se contempla, sin más miramientos, total para qué, que los alumnos pasen de curso con asignaturas pendientes y otras lindezas por el estilo. Y no es esto lo peor, porque ahora me saldrá el fiel funcionario de turno para informarme de que eso siempre ha sido así y otros argumentos de fiel servidor agradecido. Lo peor es la sensación de que a ningún gobierno en este país, sea de izquierdas o de derechas, liberal o reaccionario, progresista o conservador, se le ha ocurrido jamás subir el nivel: todos han coincidido en la peligrosa idea de igualar hacia abajo. Todos iguales, sí, pero todos iguales de tontos. El tema de las leyes educativas en este país es para echarse a llorar si no fuera porque dan ganas de reír, o al revés, ya no me acuerdo. Vendrán nuevas leyes y nos harán más tontos, podemos decir sin miedo a equivocarnos. Y qué tristeza escribir de estas cosas cuando uno tiene una hija de 9 años. Pero nos queda la esperanza, claro, de tener una buena biblioteca, ajena a los sucesivos gobiernos que nos queden por sufrir. Una biblioteca donde los clásicos actúen como guardia pretoriana contra los desmanes, abusos y tonterías varias que nos aguardan a la vuelta de la esquina.
Y si no saben griego (o latín), que aprendan.