He adquirido la costumbre, desde hace ya varios años, de escribir este artículo semanal en domingo. Cuando alguna vez he tenido, por motivos de agenda de lo más variado que usted pueda imaginar, que adelantar su escritura al sábado o incluso al viernes, he notado que ese texto no me ha salido igual que si lo hubiera hecho el día habitual. Ni mejor ni peor, ahí no entro, pero distinto. Bañado, sin duda, por una luz diferente.
Tiene la luz del domingo dos fases. Por un lado está la luz de la mañana y del medio día; una luz alegre, confiada y esperanzada, como de partitura para cuerda de Benjamin Britten. Por otro lado está la luz de la tarde, que se va cargando de melancolía a medida que pasan las horas y va llegando, presurosa en algunas ocasiones, la noche. Una luz de la tarde que es como la partitura del “Pájaro triste” de Federico Mompou: alegre en su infinita tristeza. Son estas horas finales de la tarde las que prefiero para leer o escribir; buscar en los estantes de mi biblioteca algún libro que me guste especialmente; un título que me aporte seguridad, como el que tiene un madero al que poder aferrarse si se encuentra en medio de un naufragio o de una tempestad. Sí, algunas tarde de domingo tienen la fuerza de un buen temporal de invierno o de inicio de primavera. Pienso entonces en mi admirado Samuel Johnson y en el lema que adoptó desde bien joven, esa cita de las “Epístolas” de Horacio: “Allá donde me lleve la tormenta encontraré acomodo”. Un lema que he ido adquiriendo como propio para mi vida a fuerza de leer a Johnson. Y si hablamos de la luz de los domingos, de libros y de Samuel Johnson, no podemos olvidar la conversación que tiene lugar en la parte final del “Diario de un viaje a las Hébridas” de James Boswell. Es domingo y Samuel Johnson le encarga a su amigo (y posterior biógrafo) Boswell que le traiga algo para leer, pero puntualiza para que no quede la más mínima duda: “No me gusta leer nada el domingo que no sea teología”. No hay un solo domingo en el que no me acuerde de Johnson precisamente por esta frase. Hasta tal punto es así, que han sido muchos los domingos que he terminado con un libro de San Agustín o de San John Henry Newman entre las manos, las “Confesiones” en el caso del primero o los maravillosos “Ensayos Críticos e Históricos” del segundo (del que, por cierto, solo dispongo del volumen I , dado que soy incapaz de encontrar el volumen II a un precio razonable).
Desde que hace dos años comenzara la Pandemia y ahora, en estos últimos meses, con la Guerra otra vez incendiando Europa y la economía, como no podía ser de otro modo, saltando literalmente por los aires, no paro de repetirme, casi como una oración, el lema johnsoniano de las “Epístolas” de Horacio. Lo hago mientras recito para mis adentros un salmo y miro por la ventana, donde un pájaro triste alza el vuelo buscando un poco de luz.
Marco Antonio Torres Mazón