Hace ya tanto calor que es imposible dormir con las ventanas cerradas. Toca, por lo tanto, el delicado momento de tener que abrirlas para que entre la poca brisa que la noche quiera regalarnos (no es plan de ser los culpables de la destrucción del planeta por tener el aire acondicionado encendido toda la noche). Así, con las ventanas abiertas y los ojos cerrados intentando conciliar un sueño reparador, uno va notando cómo el ruido de la calle va ascendiendo, como el humo leve de un cigarro (nótese la metáfora de un ex fumador), hasta llegar a mi cuarto, lugar en el que decide quedarse unas cuantas horas, todas las noches, todos los veranos.
“Este artículo lo escribes todos los veranos”, me dice el atento lector. “Es que todos los veranos me pasa lo mismo”, contesto con cara de circunstancia. Ahí está para corroborarlo el ruido de las motos acelerando a altas horas de la madrugada, las conversaciones de los veraneantes desde los balcones, gritando tanto al teléfono que dan ganas de salir y decirle: “Buen hombre, apague al teléfono que no le hace falta; su hijo, que vive en Noruega, ya le está escuchando a pleno pulmón”; Y nuestra querida hoguera, por supuesto: es una suerte y una gozada que la única hoguera que queda en nuestra ciudad esté plantada a la vuelta de mi casa, y así pueda disfrutar toda la semana, desde la comodidad de mi cama, de toda suerte de bingos y verbenas, como en los viejos tiempos, hasta altas horas de la madrugada. “Que total es una semana”, me vuelve a decir el atento lector. “Que total, si tanto le gusta al atento lector o a los atentos lectores, y quedando solo una hoguera en toda la ciudad, al año que viene se la podemos plantar en la puerta de su casa, para que la disfrute sin necesidad de moverse”… y así todo. No piense el lector, no obstante, que estoy de mal humor. Todo lo contrario: mi humor es excelente porque todo esto indica que, después de dos años de pandemia y restricciones, de la vida amordazada y acordonada y adormecida, el verano regresa con todo su esplendor.
Dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta que todavía no soy un general romano que pueda retirarme a mi villa, lejos del mundanal ruido, prefiero hablar de estas cosas, de este tipo de ruidos, que no del ruido de la actualidad. Al fin y al cabo, el ruido de la calle es consustancial a la vida, mientras que el ruido de la política lo es del vertedero moral en el que personajes como M.O. nadan como peces en el agua (podrida). Que esta señora hable de postura ética y estética sería motivo de chufla si no fuera porque su imputación es por un tema que debería ser sagrado. De posturas éticas y estéticas habla mucho Juan Ramón Jiménez en su bellísimo libro “La colina de los chopos”, acaso donde se encuentran concentrados sus mejores aforismos. Libros así ayudan a sobrellevar el ruido, a mitigarlo. Y como canta Sabina: “y hubo tanto ruido que al final llegó el final”.
Marco Antonio Torres Mazón