Cuando tenía catorce años me encontré por casa una cinta de música de Bob Dylan. Yo no sabía quién era Dylan ni lo había escuchado nunca. Con esa edad mis gustos musicales estaban comenzando a formarse; era como una esponja dispuesta a absorberlo todo. Así que la puse en mi recién estrenado radio casete de doble pletina y comenzó a sonar Changing of the Guards, que es el primer tema de la cara A de Street Legal. Decir que esta primera escucha me cambió la vida quizá pueda ser un poco exagerado, pero es verdad que mi campo de visión vital se amplió considerablemente al descubrir a Bob Dylan, y no solo musicalmente. Por eso cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura no dudé en defenderlo a capa y espada como uno de los mejores premiados de la última década. Cuando, hace relativamente poco, descubrí en la revista Turia una entrevista hecha a mi admirado José Jiménez Lozano poco antes de morir donde él también era de mi misma opinión me causó una inmensa alegría. Nos gusta que dos personas a las que admiramos se admiren también ellas mutuamente.
Este año, sus majestades de Oriente dejaron bajo mi árbol algunos libros, uno de los cuales era Filosofía de la canción moderna, de Bob Dylan. Es un libro que Anagrama ha editado primorosamente, con un aparato visual que permite que disfrutemos del volumen incluso sin leer el texto. Dylan comenta una serie de canciones y aprovecha cualquier excusa para meditar sobre los más variados temas. Es un libro extraordinario. Y es, además, un libro que se puede leer en clave religiosa (católica, para ser más exactos). Ya en la primer frase de la primera página de la primera canción comentada, Dylan hacer referencia a la parábola del Hijo Pródigo. Con la fuerza y la convicción de un converso (Dylan se convirtió en los años 70, llegando a tocar delante del Papa Juan Pablo II), el bardo norteamericano demuestra un profundo conocimiento de las escrituras, algo muy típico de ciertos autores sureños, como William Faulkner o Flannery O´Connor. Más adelante, comentando otra canción, Dylan realiza una reflexión digna de ser subrayada: “Una de las razones por las que la gente se aleja de Dios es porque la religión ya no está en la trama de sus vidas. (…) Sin embargo, la religión solía estar en el agua que bebíamos, en el aire que respirábamos. (…) Los milagros iluminaban el comportamiento y no eran un mero espectáculo”.
The lonesome death of Hattie Carroll (La solitaria muerte de Hattie Carroll) es una de mis canciones favoritas de Dylan. El último verso de la canción, cantado con rabia y con escalofrío, reza así: “Oh, pero vosotros, que discutís la desgracia y criticáis todo temor / quitaos la máscara de la cara / Porque ahora sí es el momento para vuestras lágrimas”. Ahí es donde radica la grandeza y la verdad de Bob Dylan, tan persistente, vital y sagrada como el latido del corazón de un niño en el vientre de su madre.
Marco Antonio Torres Mazón