Si he de ser sincero, nunca he sido un gran apasionado del músico polaco Krzystof Penderecki. Sin embargo, me he pasado casi toda la Cuaresma enganchado a su Pasión según san Lucas (1966), una obra de poderosa belleza que se ha instalado ya para siempre en mi alma. Hasta en los recitativos, todos en latín, que suelen ser las partes más “relajadas” de los oratorios y las pasiones, la fuerza arrolladora me llevaba de la mano hasta esos lugares que uno solo visita cuando es arrastrado por verdaderas obras de arte.
Con esta música danzando en mi interior, leía por las noches, a pequeños sorbos, “La amarga Pasión de Nuestro Señor”, de la monja agustina alemana Ana Catalina Emmerich (1774-1824). Una obra compuesta por las visiones que ella tenía en las que veía con claridad todo lo que a Jesús le sucedía durante su vida.
Con todo ese andamiaje musical y literario, y con las vivencias personales del día a día, me iba a los ensayos y representaciones de la Pasión, con el grupo Getsemaní, bajo la tutela, sabia y amorosa, del gran Matías Antón Mena.
Además, claro, las procesiones, las estaciones de penitencia, el fervor de un pueblo que muestra su fe a pie de calle, recorriendo las arterias de nuestra ciudad para poder así recorrer las avenidas de nuestro corazón. Imágenes sagradas, bendecidas con el agua santa de la tradición heredada, no simple figuras vestidas con más o menos gusto estético, sino portadoras de una verdad que late en su interior con la fuerza de una luz que nunca se apaga.
Y así llegué hasta la Pascua…
… La Pascua es una promesa, un anhelo, una esperanza. Pero una promesa cumplida, un anhelo satisfecho y una esperanza culminada. Se nos regala lo más importante: la confirmación de que la muerte no es el final; que nuestra vida tiene sentido y es importante. “¿De qué nos serviría haber nacido / si no hubiéramos sido rescatados?”, se canta en ese Pregón Pascual que es uno de los textos más bellos jamás escritos. Anidan en su luz todos los colores de la primavera, de la vida, del renacer. Por eso son días para vivirlos también en el campo, para poder estar en contacto con todo lo que palpita y vive a nuestro lado. Como esas abejas que también tienen su protagonismo en la noche de Pascua (que parecen sacadas de las Geórgicas de Virgilio), pues gracias a su trabajo tenemos la cera con la que hacer el cirio que inunda de luz el mundo. “Sabemos ya lo que anuncia esta columna de fuego / ardiendo en llama viva para gloria de Dios / Y aunque distribuye su luz / no mengua al repartirla / porque se alimenta de esa cera fundida / que elaboró la abeja fecunda / para hacer esta lámpara preciosa”. Una luz que no disminuye su tamaño a pesar de ser compartida es el regalo más grande que se nos podría hacer, pues sólo así podremos borrar todo rastro de oscuridad en nuestras vidas.
Marco Antonio Torres Mazón