A la memoria de Pepe Ortiz
Conocí a Pepe Ortiz cuando en la parroquia de la Inmaculada se formó un grupo de la Pastoral Penitenciaria. Yo estrenaba mayoría de edad y me enrolé en aquella aventura, pues aventura fue, junto con mis padres, Carmen Solano, Vicente…y don José Ortiz. Muy pronto hice buenas migas con él. Quedábamos los domingos por la mañana, muy temprano en una churrería para desayunar y emprender viaje rumbo a la prisión de Fontcalent, donde unos íbamos a misa con los internos y otros realizaban talleres en los diferentes módulos. Allí estaba la Iglesia, donde nadie quería estar. Pepe llegaba con su chapela y su bolso de mano, con sus gafas de sol y, la mayoría de las veces, con el periódico.
En la hora que dura el viaje en coche desde Torrevieja a la prisión de Fontcalent fue donde tuve oportunidad de conocer a Pepe. Dos horas hablando, una de ida y otra de vuelta, todas las semanas durante varios años dan para mucho. La mayoría de las veces iba mi padre conduciendo y Pepe a su lado. Yo, detrás, veía con secreta alegría cómo los dos discutían por todo. Si uno decía blanco el otro decía negro. Como Pepe sabía del carácter de mi padre, que se sulfuraba por nada, entonces le picaba con los temas que más rabia le daban y, cuando le veía explotar, haciendo aspavientos con las manos soltadas del volante, Pepe me miraba y me guiñaba el ojo como diciendo: ya le he hecho saltar otra vez. Yo le comentaba los libros que iba leyendo o las películas que veía, y él tomaba buena nota de todo. Vio cómo iba creciendo, desde el joven que se echa novia hasta el que anuncia su boda. Cuando entraba en la parroquia nos saludábamos con esa complicidad que te da el haber hablado de tantas cosas durante tanto tiempo. La vida, como una mesa de billar en la que las bolas son golpeadas con fuerza y se acercan y se alejan indistintamente, nos volvió a reencontrar en una curiosa carambola: terminé ocupando el puesto de trabajo que él desempeñó durante años.
Recuerdo que cuando era pequeño y acompañaba a mi madre al cementerio, me sorprendía ver la cantidad de gente que allí moraba que ella había conocido. Contaba sus historias a medida que pasábamos por sus lápidas. Hablaba de ellos como si realmente siguieran vivos. En sus anécdotas latía todavía la vida, el recuerdo, la memoria. Por eso no me resisto a terminar este pequeño homenaje, estas humildes palabras, recordando los versos con los que el gran Jorge Manrique cerraba las coplas a la muerte de su padre. Ojalá en la belleza y la verdad de estos versos, y en la fe que Pepe siempre profesó, encuentre toda su familia y amigos consuelo.
Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos y hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio
(el cual la dio al cielo
en su gloria),
que, aunque la vida perdió,
dejonos harto consuelo
su memoria.
Marco Antonio Torres Mazón