En el Día del libro, me acuerdo de un bellísimo poema de Eloy Sánchez Rosillo. Lleva por título, precisamente, El libro, y expresa con las justas palabras (qué difícil) lo que sentí de joven ante ciertas lecturas. “Nunca he sabido / decir lo que mis ojos de adolescente vieran / en esas horas mágicas, la dicha / que viví aquella noche mientas iba leyendo / La cartuja de Parma”. En mi caso fueron las horas de un verano, en el porche de mi antigua casa, sentado en una silla de mimbre y sosteniendo Los miserables, de Víctor Hugo.
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Siempre terminamos haciendo justo lo que se espera de nosotros, como siguiendo los dictados de un guion. A veces, aunque sólo sea a veces, conviene saltarse ese guion y hacer algo completamente inesperado, algo que no pegue con nuestra forma de ser, y ver la cara de asombro de los que están a nuestro alrededor.
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Lo del género epistolar del presidente no cabe en un espacio tan reducido como estas anotaciones. Necesitaría para ello los volúmenes de le Enciclopedia británica o, por ser más patrio, El Cossío. Así que mejor lo dejamos para otro día.
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Hay un tipo de cine religioso / espiritual que me gusta mucho y otro que no tanto. El primero es el de Dreyer o el de Tarkovski. Incluso el de un cierto Bergman. Un cine que insinúa, que dialoga con el espectador, que trabaja la atmósfera hasta conseguir una especie de clima propicio… espiritual. El otro, el que no me va demasiado, es el que no dialoga, sino que propone un monólogo; que lo da todo ya masticado y casi digerido; un cine, en fin, hecho por y para incondicionales.
Veo una película del primer tipo. Se titula El árbol de las mariposas doradas y es la ópera prima de un director vietnamita que triunfó en el festival de Cannes. Una cinta que me deja el alma ya con la temperatura ideal para pasar el resto del día meditando.
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La realidad ,a veces, me da risa. Otras, en cambio, un poco de miedo.
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No me importa esperar a alguien el tiempo que haga falta, pero me pongo muy nervioso si sé que me están esperando a mí. Entiendo que mis padres me educaron bien.
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Leo La vida simple, de Sylvain Tesson. Es el cuaderno o diario de los seis meses que pasó en una cabaña en el lago Baikal, en Siberia. Un libro sobre la necesidad de crear también espacios de soledad. Nos pasamos todo el tiempo socializando y a veces es bueno buscar un pequeño desierto y encontrar en él eso que ya llevamos dentro. Tesson es un geógrafo con el don de la escritura. Parece un personaje salido de una novela de Julio Verne. Anoto en mi cuaderno la siguiente observación: “Las sociedades no aman a los eremitas. No les perdonan la fuga. Reprueban la desenvoltura del solitario que arroja su “sigan sin mí” a la cara de los otros”. Ese “sigan sin mí” no parece un mal lema para estos tiempos que corren.