Cada verano tiene su novela. La de este será Retorno a Brideshead, uno de esos clásicos que demuestran que a ciertos libros nunca se llega tarde. Es una novela hasta cierto punto rara, inesperada, única. El momento en el que Cordelia le cuenta a Charles el cierre de la capilla de Brideshead es de una sostenida emoción, que me hizo parar la lectura, coger mi lápiz, señalar y subrayar el pasaje y volver a leer, ya con más calma de espíritu. “Abrió y vació el sagrario, como si a partir de aquel momento siempre fuera Viernes Santo (…) y entonces, de repente, ya no hubo capilla; sólo una estancia con una decoración extraña”.
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Hay un podcast de Aceprensa que realiza Helena Farré Vallejo en los que entrevista a algún escritor y le hace un cuestionario o “radiografía del lector”. Hace unos días lo hizo con José Carlos Llop. En una de sus clásicas preguntas (qué libro recomendarías a alguien que ha finalizado sus estudios para entender un poco mejor el mundo) el escritor mallorquín respondió, con serena convicción: La Biblia. Y añadió: así, llegado el momento en el que tuvieran que luchar, sabrían al menos qué están defendiendo.
Me faltó aplaudir, pero recordé que iba conduciendo y no era plan de soltar el volante del coche.
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Cuando ves el comportamiento de ciertos padres y madres para con sus hijos comienzas a comprender lo de la “generación de cristal”. Muy duro me parece el cristal, viendo el panorama.
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Veranos de mi infancia: la calle, las bicicletas, bañarnos en el viejo canal, ir a Ferrís con mi padre y mi madre, domingos de aperitivo (una lata de mejillones o calamares en su tinta y unas patatas fritas), no armar escándalo en las dos horas largas de siesta (ahí me aficioné a leer y más tarde a escribir), aburrirme (y no pasaba nada; no tenía a mis padres buscándome planes todo el día), el corte de 3 sabores. Nada de teléfonos. Nada de videojuegos. Rodillas raspadas y mucha mercromina. Veranos de mi infancia…
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La tentación, tan humana, de creer que siempre son los otros los que van en la dirección equivocada y no tú el que vas en dirección contraria. Y así todo.
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Comienzan los Juegos Olímpicos de París. De la ceremonia de inauguración lo mejor fue el momento en el que hizo uno de los relevos finales Rafael Nadal. También la ciudad, cuya belleza lo aguanta todo. Lo peor, el resto. Una larga y sostenida clase de mal gusto. Recordé lo que unos días atrás leí en Retorno a Brideshead sobre la desacralización de la capilla y pensé, con cierta tristeza, que algo de eso había en semejante esperpento. Quizá, dentro de un tiempo, Europa sólo sea eso: “una estancia con una decoración extraña”.
Marco Antonio Torres Mazón