Marco Antonio Torres Mazón
“Había llegado a tierra sano y salvo; elevé los ojos al cielo y agradecí a Dios el haberme salvado de una situación que, pocos minutos antes, parecía no dejar espacio a esperanza alguna”.
Daniel Defoe, Robinson Crusoe
Uno de los lugares comunes para conocer los gustos literarios (y no solo literarios) de una persona es lanzar la pregunta: ¿qué libro o libros te llevarías a una isla desierta? Muchas veces me he hecho esa pregunta, imagino que como todos ustedes. Lo que nunca había pensado, hasta hace tan solo un mes, es qué significa realmente esa pregunta. Cuando nos imaginamos en una isla desierta normalmente no caemos en la cuenta de la razón por la que estamos ahí, pero desde los tiempos del Robinson Crusoe de Daniel Defoe uno llega a una isla desierta tras un naufragio.
Desde que se produjo el decreto del Estado de Alarma Sanitaria, confinándonos a todos en nuestros hogares, nos convertimos en robinsones urbanos en la isla desierta de nuestros hogares, comenzando así un periplo personal que dura ya más de cuarenta días. Nos encontramos así con algo que creíamos perdido para siempre: tiempo. Ese tiempo recobrado, parafraseando a Proust, nos puso de nuevo en la tesitura de la pregunta tantas veces efectuada: ¿qué libros te llevarías a una isla desierta o, en su defecto, a una situación de confinamiento? Imagino que cada uno habrá elegido los libros en función de sus gustos personales. En situaciones de crisis o presión, algunos buscan en la lectura una evasión que no les obligue a pensar en la penosa situación en la que nos encontramos. Libros que nos abran puertas a otros mundos. Historias de las que puedas entrar y salir de la forma más sencilla posible. Otros, por el contrario, preferirán lecturas más potentes; el libro como un hacha que golpea nuestro corazón y nuestra alma, como diría Kafka. Aquí no hay opción buena y opción mala, como en los concursos de la televisión. Aquí toda opción es correcta, pues es personal e intransferible.
Si echo un vistazo a los libros que he ido leyendo durante todas estas semanas de confinamiento en nuestra isla desierta, me doy cuenta de que, en el fondo, no he variado mucho el tipo de libros que suelo leer. El Estado de Alarma me pilló con la Antología de poesía española de Gerardo Diego a medias. Una vez terminada, los libros que siguieron su correspondiente turno fueron Los Baroja, de Julio Caro Baroja, El mudejarillo, de José Jiménez Lozano, El rey Lear, de William Shakespeare (en la traducción del poeta José María Álvarez) y La faz de España, de Gerald Brenan. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, ando con Ser español, del filósofo Julián Marías. ¿Me hubiera llevado alguno de estos libros a la famosa isla desierta? Y les pregunto a ustedes, ¿serían los libros que han leído estos días los elegidos para componer la selecta biblioteca que se llevarían en caso de naufragio?
Una de las enseñanzas que, en lo personal, podemos sacar de toda esta situación es que teoría y práctica suelen ser dos cosas diferentes. Lo que teóricamente haríamos en una hipotética situación y lo que realmente hacemos cuando esa situación se hace patente no se suele parecer demasiado. Por eso la realidad, siempre, supera a la ficción.