Hay domingos que se escriben con la letra pausada de la felicidad. Despertar temprano. Ir a misa a primera hora. Al regresar, un rato de escritura mientras suena Satie, Berlioz, Ravel. A. prepara un delicioso arroz y secreto con ajetes tiernos. Sube mi madre a comer con nosotros. Risas y recuerdos. Desde que murió mi padre hay una silla ocupada por su invisible presencia. Café y tarde en el club náutico. Leer en la tumbona la última de las cuatro novelas de José Carlos Llop del “Cuarteto de la memoria”, la titulada El mensajero de Argel. Luego, salir a correr un rato. Al final, cena frugal en el balcón, mientras ya adivinamos cómo la luz pierde algo de terreno con respecto a la oscuridad, aunque todavía es apenas perceptible. La noche llega como disculpándose. Firmamos el día con nuestra mejor sonrisa y con una oración de agradecimiento.
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A veces compro un libro por un impulso irracional, movido simplemente por el título o incluso por la edición (tamaño, letra, papel,). Sin saber nada del autor. Me ha pasado hace poco con un libro de poemas de Bernardo Valdés, editado por Renacimiento y que compro atraído por el título: Última claridad. Ya en casa, cuando lo abro veo que está dedicado a Ramón Gaya, con lo que veo que he acertado seguro. Los primeros poemas no hacen más que confirmar esa impresión.
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Qué poco tardan los mismos “intelectuales” de siempre en firmar el manifiesto que el poder quiere que firmen. Qué forma más intelectual de obedecer.
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Las imágenes de la demolición del antiguo grupo de empresas Salinas de Torrevieja. Allí íbamos de niños, en cuanto llegaba el Adviento, a ver la exposición de juguetes y así poder escribir nuestras cartas a los Reyes Magos. Dábamos vueltas y más vueltas, día tras días, comentando con nuestros amigos y hermanos las diferentes posibilidades, en función de lo bien o mal que nos habíamos portado, claro. Y también recuerdo haber asistido a varias reuniones de la Junta Mayor de Cofradías acompañando a mi padre. A cada golpe de la excavadora aparece un nuevo recuerdo. Cada vez es más complicado reconocer en esta ciudad nuestra la que una vez fue, la de nuestra infancia, la que puebla nuestra memoria con imágenes de un pasado por el que todavía, a Dios gracias, podemos pasear mientras no nos falle la cabeza.
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Ante el profundo aburrimiento de la realidad política de nuestro país, me refugio en un disco de conciertos de oboe de Albinoni y de Telemann. Y allí me quedo un rato…a la sombra…sonriendo… Esos sonidos traen el eco de un otoño todavía lejano, tanto en mis recuerdos como en mis anhelos. El sonido del oboe es como el de esas viejas fotografías que, aburridos, vemos un domingo, mientras al otro lado de la ventana cae la tarde y, por pedir que no quede, algo de lluvia.
Marco Antonio Torres Mazón
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