Marco Antonio Torres Mazón
Si desde mi balcón puedo ver, a lo lejos, el mar y puedo escuchar las campanas de una iglesia… ¿qué más puedo pedir?
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Septiembre esconde la promesa de nuevos comienzos, nuevos propósitos, ganas renovadas de hacerlo todo mejor. Estrenamos día, semana, mes y estación. Muchos regalos que no conviene menospreciar.
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Vuelven las noches de corrección y escritura. Estar en la parte final de un proyecto es lo más complicado, cuando ya las fuerzas y la capacidad de concentración comienzan a fallar. Ahora es cuando toca arrimar más el hombro, meter más músculo y teclear palabra a palabra.
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En unos días realizaré, Dios mediante, el pregón de la Coronación Canónica de la Virgen de la Esperanza y la conmemoración de sus 40 años de historia. Una historia que es parte de mi biografía. Mi padre realizó el pregón del 25 aniversario. Comienzo a tener algo de nervios…y de ganas también. Sí, somos eslabones de una misma cadena. Y todo apenas un año después de que se me eligiera para pregonar las fiestas patronales en honor a la Purísima. ¿A qué tantos merecimientos? Estoy abrumado…y agradecido, por supuesto.
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La playa en otoño es uno de mis paisajes favoritos. El vaciamiento de lo que antes estaba lleno a rebosar es algo que me produce una sensación muy particular de felicidad. Ver la arena libre de pisadas y el mar descansando en la desnuda orilla…alegría de la estación recién estrenada.
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Antes de ir a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús para la misa y el pregón, saco de una caja la cruz de mi padre y la cuelgo en mi cuello. Los objetos también hablan de las personas que los llevaron puestos. Acompañarme de esa cruz es hacerlo también de la figura de mi padre. Me siento arropado por tantas personas que sólo puedo dar gracias y preguntarme, una vez más, por las razones de tal fortuna. Mi familia, mis amigos, mi cofradía. Ellos me conocen más que yo mismo en muchas ocasiones. Presenta el acto y me presenta como pregonero Reyes, que ya hizo lo propio con mi padre en el año 2010 en el pregón del 25 aniversario. Y sólo puedo vivir como un regalo tanto su amistad como el hecho de tenerlo presente en dos momentos tan importantes a nivel personal.
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Ya en la cama, después del pregón y de la cena de hermandad, cierro los ojos y trato de hilar una oración con todos los instantes vividos. Las palabras se cruzan y se superponen con los recuerdos de las últimas horas. Intento acompasar la respiración para relajarme un poco. La oración sencilla a María me devuelve la calma y el sueño comienza a tirar fuerte de los párpados. Una oscuridad llena de luz me cubre hasta la mañana siguiente.
 
 

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